miércoles, 10 de febrero de 2010

El miedo


Si se le pudiera comparar con algo, podríamos decir que el miedo se parece a un miriápodo. Un ser con decenas, cientos, miles de patas; y en cada una de ellas uñas largas, finas como agujas orientales, que te traspasan la piel hasta llegar al tuétano. Por eso, algunas veces, sentimos como el miedo se nos sube por las piernas con su cosquilleo punzante y así, a base de múltiples heridas diminutas, se abre paso por el vientre hasta aprisionarnos en el centro del pecho. Luego, en una nueva fase de su metamorfosis irreversible, se nos engancha a la cara hasta cubrirnos los ojos, de forma que ya sólo podemos ver las cosas que nos rodean a través de la maraña de sus infinitos apéndices.

De lo dicho podría deducirse que el miedo es un animal pequeño o, en todo caso, algo parecido a un enjambre de insectos guiados por una inteligencia superior aunque incorpórea (y eso sí que da mucho miedo). Pero no. El miedo es animal grande, enorme... pero difuso. Es decir, un ente gigantesco pero dotado de la facultad de condensarse o desvanecerse a voluntad, tanto en toda su inabarcable extensión, como (lo que resulta más pavoroso si se piensa bien) por zonas o partes. Esta podría ser la explicación de que el miedo lo mismo sea capaz de envolverte como una malla elástica hasta llevarte a las puertas de la asfixia, que de golpearte en mitad de la frente con la contundencia de un mazo; lo mismo te sepulta bajo un manto denso como de arena, que se te clava en las carnes con la fría precisión de un estilete.

Quizá sea esa cualidad polimórfica del miedo, o mejor, su maleabilidad intrínseca; la que ha propiciado la creencia de que hay muchos miedos (fobias las suelen llamar ciertos expertos en la materia), dicha creencia nos conduce a pensar que padecemos miedo a las arañas, a las cucarachas o a las ratas, miedo a la oscuridad, a los espacios cerrados o a las muchedumbres, miedo a la soledad, al dolor o al abandono. Sin embargo, quienes lo hemos sentido muchas veces o quienes lo sienten a diario saben (sabemos) identificar claramente su presencia amenazadora y distinguirla inequívocamente de cualquier otra sensación o sentimiento. Por eso y en propiedad, nadie puede afirmar que unos tengamos miedo a una cosa y otros a otra, lo único que podemos decir con conocimiento de causa, y a pesar del escándalo que pueda causar, es que todos en algún momento (tal vez ahora) tenemos miedo, con independencia de cual sea el desencadenante fortuito de su espiral vertiginosa. Por otra parte, este carácter universal del miedo, pese a sus diferentes manifestaciones, no debería resultar tan descabellado en un mundo donde millones de personas siguen creyendo, al menos de forma nominal, en la existencia de un dios uno y trino.

Lo que sí parece confirmarse, basándonos en las pocas veces en las que nos atrevemos a hablar de ello, es que cada uno experimenta el miedo de una forma personal. Así lo más común es que nos refiramos habitualmente a nuestros miedos, esos que ocultamos avergonzados las más de las veces y contra los que pretendemos luchar (superar decimos) hasta que comprendemos que esa lucha es ficticia, vana; porque siempre van a estar ahí y sólo los años, la experiencia y la sabiduría que decimos atesorar nos convencen de que lo único factible es acostumbrarnos a vivir con ellos (o con él), aprender a temerle de una forma en la que nos haga el menor daño posible y así, por lo que nos es dado conocer, hasta que nos lleve la muerte (otra que también da mucho miedo).