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lunes, 4 de abril de 2011

Yo también quise ser K


Me recuerdo sentado en el suelo. Si digo que me recuerdo es porque lo que voy a contar ocurrió hace muchos años, tantos que, al extraer hoy las imágenes de mi memoria, me invade una sensación de extrañeza ante el muchacho de barba rala que dice ser yo. O puede que en realidad ese fuera yo y el que ahora recuerda, el que sentado ante un teclado intenta fijar en un papel virtual las huidizas estampas del pasado, no sea más que una versión distorsionada y prostituida de aquel yo que yo era o que pude llegar a ser y no fui. Leer más

martes, 8 de marzo de 2011

OTAN NO. BASES FUERA.


Sobre el escenario un atril, tras el atril un hombre. Un hombre que habla. Sujeto al fondo del escenario ondula un cartel, como una pancarta. Grande, extensa, con emblemas de las organizaciones convocantes y el hongo siniestro de la bomba y el lema. El lema que llevamos coreando las últimas semanas y que repetimos a la menor oportunidad. Como un mantra, como una letanía: OTAN NO. BASES FUERA. Leer más.

domingo, 23 de mayo de 2010

Laura

Justo aquí al lado, en Lo último de Cipriano Gómez, podrá el lector encontrar la historia de Laura.Se trata, para no andarnos con rodeos, de una de esas historias que provienen del pasado, de un tiempo que puede parecernos o no mejor, pero que casi siempre cobijamos con el cariño que se prodiga a aquello que es nuestro, a cuanto consideramos que, de una manera o de otra, nos debe su existencia o, para no pecar de soberbia, no podría haber sido como fue sin nuestro concurso. Pero no pensemos mal. No es que el bueno de Cipriano se haya vuelto un nostálgico con el paso de los años (aunque siempre habrá quien esté dispuesto a afirmar que siempre lo fue). No, más bien se trata, por decirlo de alguna manera, del intento de saldar una deuda, del cumplimiento de una palabra dada, en este caso, a uno mismo. Deudas y compromisos que, por otra parte, son los más fáciles de aplazar pero que quedan ahí, agazapados, a la espera del momento apropiado para transformarse en ineludibles.

viernes, 14 de mayo de 2010

La ausencia


- Dentro de unos años, esto estará lleno de casas y de pisos..., pero eso yo ya no lo veré – dice el viejo.
El niño, que lo mira con fijeza, descubre una sombra triste en el fondo de sus ojos sabios. Quizá por eso contesta:
- No digas eso, abuelito. Lo veremos los dos, ya verás.
El viejo sonríe, aunque sólo a medias, y revuelve la pelambrera del niño con su mano de viejo.
El niño, que es un niño, se deja llevar al fin por la inercia y, como sin querer, retorna a sus juegos.
Arriba el sol, aun en medio de su viaje, brilla pero no quema. Un vientecillo leve mece la hierba alta plagada de puntos blancos y amarillos, salpicados aquí y allá por el grito rojo de la amapola. El niño corre y salta y llama a voces a su hermano en medio del milagro efímero de una primavera que estalla aupándose sobre una tierra que apenas entiende de otra cosa que no sean fríos y calores, de las heladas que la resquebrajan en invierno y del polvo calcinado que la cubre en los largos, asfixiantes veranos. Y entre el verde radiante, cegador, el gris rectilíneo de los nuevos viales recién construidos, avanzadilla del nuevo ensanche urbano, que en su afán por cuadricularlo todo, extienden sus tentáculos de cemento y hormigón como una tela de araña trazada con tiralíneas. En su avance, las obras desenterraron trincheras de la guerra – el viejo lo venía contando mientras subían la cuesta a su paso calmoso –, llenas de cascos oxidados y piezas de correajes roídas por el tiempo:
- Hasta había un obús sin explotar y tuvieron que venir desde Granada unos técnicos del ejército para desmontarlo – relataba.
Por eso el juego de esta tarde es el de la guerra. Por eso los niños se acechan y se emboscan y se disparan entre la hierba que casi los cubre.

El niño que ya no es un niño recuerda. Recuerda el placer de ser alcanzado por ráfagas de mentira, de dejarse caer hundiéndose para ver el cielo entre el frescor vegetal, sintiendo en la piel el abrazo jugoso de la hierba aplastada, el olor a la combinación de líquidos de la tierra y la lluvia, bajo el sol alto, fuerte, allí arriba. Pero irremisiblemente unido al recuerdo gozoso de la vida desbocada, está lo otro. La sombra oscura en los ojos del viejo, el repentino encogimiento del corazón, la sensación de estar recibiendo el anuncio de algo demasiado grande para que él pueda abarcarlo. Hoy, el niño que ya no es un niño lo sabe. Sabe que aquel día recibió el primer anuncio, tuvo la primera noticia de la muerte. Pero no de la muerte de ficción de las películas, de la muerte que siempre está lejos, que siempre tiene que ver con los demás pero nunca con nosotros mismos. Hoy – en realidad, desde hace tiempo – el niño que ya no lo es, sabe que el día de la hierba alta, casi tan alta como él entonces, tuvo la primera noticia de la muerte real, tal cual es. La muerte como una estrecha cornisa que nos asoma a un inmenso abismo de vacío, la muerte como un tajo que nos separa indefectiblemente de todo lo anterior, la muerte como un sumidero de presencias, de miradas, de caricias vividas ayer mismo, la muerte como un enorme, interminable océano de ausencia. Y quizá por eso, apenas dos años después, cuando el viejo, como de costumbre, cumplió con su palabra, el niño lloró. Pero no por el impacto de un golpe inesperado, sino por la amarga aceptación de lo sabido, de la muerte anunciada. Lloró como llora un niño que empieza a dejar de serlo.

Entretanto las sombras de los dos niños se alargan, la tarde se deja caer ahíta de risas y de juegos, y cuando el sol, ya vencido, va buscando reposo sobre la línea del horizonte, el viejo apaga el cigarrillo, se pone lentamente en pié y, recogiendo la sillita plegable, dice:
- Ea, vámonos que ya es la hora.