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sábado, 5 de febrero de 2011

Nocturno y Sintra I


Es verano. Es de noche. Y es una calle imposible, casi enroscada sobre sí misma, que asciende y asciende frenética, sin objetivo aparente. Como todo aquí. Y el aquí es una villa hija del capricho y la presunción, hermana del desvarío. Un universo aparte creado a la mayor gloria de la soberbia humana. Es la villa de Sintra y es Portugal.

Habíamos cenado, ella y yo, en la terraza de un restaurante. Copas altas, brillos y volutas decimonónicas, manteles blancos. Frente a nosotros una plaza que es un cruce de caminos, con un palacio al frente que ahora es otra cosa, y casas con bajos que ahora son tiendas y que siguen abiertas, para turistas. Y el fresco de la noche y la calidez del vino. Y las ganas de seguir disfrutando del lugar de cuento. “¿Una copa? Después, mejor un paseo”. La luna, alta, blanquecina. Los faroles, amarillentos, con su caperuza de hierro. Y la calle que sigue trepando, como queriéndose encaramar a la pared de piedra, caracoleando para tomar fuerzas, estirándose de nuevo, siempre hacia arriba.

Al principio, las puertas semihundidas están iluminadas. Locales con ruido y música y gente que celebra o discute, o mira a otros que celebran o discuten. Una pastelería que tampoco cierra, para turistas. Más tiendas. Luego ya no. Luego puertas cerradas y el resplandor amarillento de los faroles.

A los pocos pasos, en la siguiente revuelta, un bulto. Sobre un escalón ancho, en un recoveco oscuro. Un bulto que gime, que lanza aullidos rítmicos y anhelantes, que yace cubierto por lo que aparenta ser un trapo o un trozo de manta. Imposible discernirlo, ni identificarlo si no te acercas. La inmediata: dar la vuelta. Eres un turista y el dolor, venga de donde venga, sea de quien sea, no está incluido en el programa. El dolor, filtrándose a través de una vieja manta sanguinolenta, los ojos se han acostumbrado a la penumbra y ahora distinguen mejor, no sirve de recuerdo, no se fotografía, no se narra en casa de los amigos con copas y cigarrillos encendidos. El dolor, bien lo saben los mandatarios, espanta el turismo.

Sin embargo, los lamentos persisten, han perdido la condición de alaridos y ahora son más tenues... pero persisten. El cuerpo, sólo puede ser eso, respira bajo la manta, jadea sin fuerzas para debatirse. Y está ahí. A unos pocos metros. Y entre el cuerpo y yo no hay nada. Sólo sufrimiento y miedo, agonía y prudencia. Me acerco un poco, nos acercamos, ella conmigo. Lo hago, aunque no me lo confiese, para descartar la sospecha de que aquello sea humano. Que el brillo de los ojos que empiezan a vislumbrarse no sea el de las pupilas desesperadas de alguien nacido de una mujer, de un congénere, de alguien que podía ser yo, o peor, de un yo que podía ser él.

“Es un perro”, dice en portugués una voz arriba, a nuestra espalda. Una voz que tiene un cuerpo y unos brazos apoyados en el alfeizar de una ventana de una casa irreal salida de alguna leyenda austriaca, como todas las de Sintra. “Un coche lo atropelló, al pobre, y los muchachos de la tienda le pusieron la manta y ahora lo van a llevar al veterinario”, dice, o creo entender que dice. Y debe ser verdad porque, como actores de teatro esperando su señal de entrada, dos hombres jóvenes salen de un local cerrado y una furgoneta estrecha sube la cuesta y para.

Al cargarlo, el perro, que ya es un perro, chilla y se retuerce. Entonces doy un paso, como para ayudar. Pero no hace falta, sé que no hace falta. La furgoneta arranca con tres personas y un perro medio muerto, y sobre la acera sólo queda un charco oscuro y un hilo líquido que resbala y que no quiero mirar. Eso, y el rastro inenarrable del dolor desnudo, en la noche, bajo el reflejo apagado de los faroles. Un rastro que no se va, o se va pero también se queda, conmigo. Conmigo, que bajo la cuesta de vuelta a la luz, a la plaza, a los locales iluminados y las tiendas ya cerradas.

Y ya no habrá copa.

Sólo quiero volver al hotel con ella y cobijarme en sus brazos.

sábado, 29 de mayo de 2010

La pestilencia


Amanece. Lo primero que alumbran los rayos del sol son las chimeneas de la refinería, eso y las altas antorchas que empiezan a palidecer bajo el resplandor de un fuego mayor. Al abrir las ventanas, un hedor intenso y dulzón, rotundo y agresivo, denso y artificial, se expande inundando hasta los últimos rincones de las casas. Entonces no queda más que volver a cerrar las ventanas y resignarse.

Media mañana. En el supermercado del pueblo un hombre habla en voz alta en medio de un grupo de vecinos – mujeres en su mayoría – que esperan su turno alrededor del mostrador de la carne.

- ¿Huele?, pues claro que huele. Pero eso es lo que nos da de comer. O si no, ¿qué es lo que había aquí antes de que llegara la refinería? Cucarachas y muertos de hambre, eso es lo que había. Lo que pasa es que no sabemos lo que queremos. Agradecidos, eso es lo que deberíamos estar. Con lo que vale un puesto de trabajo hoy en día. Pero no, la gente haciéndose caso de cuatro hijos de mala madre que lo único que quieren es que todo se vaya a la mierda. Y es lo que yo digo, cualquier día esta gente se harta y coge el portante y... ¿entonces qué?, entonces a ver si vienen esos que chillan tanto a repartir puestos de trabajo. A ver. Venga Carmelo, despáchame ya que tengo prisa.

El auditorio se reparte entre los que callan y los que asienten con la cabeza. Nadie contesta.



Hacia el mediodía. En la playa varios chavales miran el mar sentados sobre el poyete que separa la arena de las primeras casas del pueblo. Algunas botellas de cerveza – unas vacías, otras todavía llenas – los acompañan. El rumor de las olas acompasa la circulación de un par de canutos que pasa de mano en mano, de boca en boca.

- Oye, ¿os habéis enterado de que va a haber una parada? Me han dicho que van a necesitar gente.

- Sí, a mí me llamaron la última vez. Pero tú sabes, quince días en una contrata y luego otra vez a la calle.

- Bueno, quince días son quinces días. ¿Adónde hay que apuntarse?, ¿dónde siempre?

- Sí, yo ya tengo preparados los papeles. A ver si esta vez hay suerte y nos llaman a todos.

- Ojalá. Aunque para mí que al Chito ni por esas. Desde que el padre salió en el programa ese diciendo lo que dijo, yo creo que le han echado la cruz a toda la familia para los restos.

- Joder, es que hay gente que no aprende nunca. Con esa gente no valen tonterías. Además, si no les gusta lo que hay pues es lo que yo digo, ahuecando... Oye tú, pasa ya la birra que no es un biberón.

Risas.



Por la tarde. Adentro, en una sala grande con una larga mesa central, la comisión habitual de vecinos se haya reunida con un representante de la dirección de la refinería. En esta ocasión vienen a solicitar la contribución anual para las fiestas del pueblo. La conversación es agradable. Justo cuando se les está indicando dónde debería ir ubicada la publicidad de la entidad, una puerta se abre. La figura del señor director traspone el umbral y tras él uno de los fotógrafos de la revista oficial encargada de difundir las actividades de la empresa. Todos se levantan y hay saludos y parabienes y palmadas en la espalda. Luego, cada cual ocupa el lugar que le corresponde y, a una señal del fotógrafo, miran a la cámara y sonríen.



Las sombras de la noche se ciernen sobre la plaza del pueblo. En el bar, los hombres – aquí sí ampliamente mayoritarios – hablan entre sí o miran la gran pantalla de televisión que preside el local. Apoyado en la barra, uno de ellos se dirige a voces a otros tres o cuatro dispuestos en semicírculo, mientras con una mano sostiene un tubo de cerveza, con la otra da golpes secos sobre la superficie de madera.

- Ecologistas, unos sinvergüenzas, eso es lo que son. Seguro que si los untan bien tragan igual que los demás. Lo que pasa es que los de aquí no vamos a aprender nunca lo que hay que hacer con los que vienen de fuera a darnos lecciones. El medio ambiente, la salud..., chorradas. El trabajo, y que la gente honrada tenga para comer, eso es lo único que importa, ¿o no?. Que la gente enferma y se muere, pues como en todos sitios, ¿o también va a tener la culpa de eso la refinería?, vamos, digo yo. Además, que siempre se han ocupado bien de las viudas y los huérfanos, que hasta los metían a trabajar. ¿O no os acordáis de Paco “El Rubio”?, y eso que el menda se lo buscó. Que había que doblar un turno, ahí estaba “El Rubio”; que había que meterse a soldar donde nadie quería, ahí estaba “El Rubio”, y sin medidas de protección ni nada, hasta que pasó lo que pasó. Pero es lo que decía la empresa, si el trabajador, que es el primer interesado, no toma medidas quién las va tomar. Todavía me acuerdo del día aquel que..



La noche se agiganta. Entre las brumas grisáceas, el ciclópeo e inorgánico ser llamado La Refinería continúa realizando las funciones para las que fue diseñado. Impertérrito, repite una y otra vez los mismos procesos mecánicos y químicos, ajeno a los hombres, a sus frustraciones y a sus bajezas, ajeno a la pequeña multitud de seres insignificantes que laboran en sus intestinos, ajeno a todo lo que no sea su rum-rum ensimismado, el trasiego continuo de fluidos por sus venas metálicas, sus exudaciones de animal enfermo. Mientras tanto, la bahía que lo circunda y que preexistió durante innumerables siglos antes de su llegada, se esfuerza por renovar el milagro cotidiano con los restos de vida que aún palpitan en sus entrañas acuáticas.


sábado, 24 de abril de 2010

Vida de Juanillo "El Niño"


Juanillo “El Niño” siempre quiso ver el mar. Lo quiso desde chico, desde que su padre, que hiciera el servicio militar en la marina por los puertos de Cartagena, le contara historias de barcos y de marineros, de calmas y de temporales y de mares embravecidos que albergaban bestias tan antiguas que superaban la memoria de los hombres.

Juanillo “El Niño” siempre vivió en su pueblo, encadenado a la tierra, único destino posible y único medio de subsistencia para su prole. Pero muchas veces, mientras comía la talega bajo la sombra de un chaparro a las horas de la calor, mientras contemplaba como el viento reseco y caliente hacia ondular los campos de espigas, pensaba en olas, en vaivenes acuáticos y en inmensidades de espuma. O con los fríos, en la época de la aceituna, cuando desde la batea traqueteante que le llevaba al tajo miraba como sin ver el relumbre frío de la escarcha, Juanillo “El Niño” se soñaba marinero a bordo de un barco que surcaba aguas cristalinas, sobre un mar en calma, rumbo a puertos de los que nunca podría conocer el nombre.

Por eso cuando los sesenta ya se le iban haciendo viejos, los setenta se le asomaban al umbral de la puerta y la soledad se le hizo grande porque la que le acompañó toda su vida yacía ya bajo la tierra y los hijos vivían una vida que él nunca pudo vivir; Juanillo “El Niño” metió dos mudas en su maleta ajada por el desuso, cogió la viajera hasta la capital y tras preguntar por la salida más próxima a una ciudad con mar, se subió al tren. Se le hizo de noche mirando con asombro, por la ventanilla del vagón, lo grande que era el mundo, hasta que las luces del compartimento y la oscuridad del exterior sólo le devolvieron su propia cara reflejada en el cristal. Entonces sacó de la maleta el bocadillo que su Anita le preparara: “No vaya usted a pasar hambre, padre”, y lo comió lentamente, absorto en la contemplación de las fotografías de trenes y estaciones que tenía frente a sí. Luego se durmió. Si soñó con mares o profundidades oceánicas no lo sabemos, en todo caso él tampoco lo recordaba cuando con las luces de la mañana despertó, la cabeza echada sobre la ventanilla y el peso del viaje sobre los párpados, pero, según supo por el revisor, muy cerca de la estación de destino.

Al saltar al andén sólo hizo dos preguntas: dónde se podía dejar la maleta y por qué parte caía el mar. Con la ligereza que le permitían sus piernas cansadas recorrió calles, recodos y callejuelas de una ciudad extraña de casas grandes con balcones y miradores acristalados; hasta desembocar, en una última revuelta, en un paseo grande, transversal, con una balaustrada erizada de farolas antiguas tras la que habitaba la nada. Con las manos apoyadas en el pretil, la boca abierta y dos redondeces saladas resbalándosele por los surcos de la cara lo vio al fin. Vio la enormidad ondulante, vio el sol rebrillar en los múltiples cristales de la superficie, vio al agua y al cielo juntarse en el horizonte, vio la espuma saltar y romperse contra los bloques de piedra, vio las blancas velas dibujadas en lontananza y vio el vuelo errático de las gaviotas peregrinas.

Entonces, Juanillo “El Niño”, que no había leído nunca un libro entero, recordó los dos únicos versos que aprendiera en su vida:

El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!

viernes, 22 de enero de 2010

El hombre sin rostro


M es concejal. Su nombre no importa. Como tampoco es relevante qué fuera antes o qué sea después del cargo, ni el nombre del pueblo o ciudad en el que lo desempeña. En realidad lo único importante, lo que de verdad cuenta, es lo que ahora es, y en eso no hay duda: M ejerce, actúa, se comporta y se siente concejal. Y lo que es más importante, para los otros, incluso para los que lo conocen desde hace tiempo, su vida anterior también se ha desdibujado en el oropel de la dignidad política hasta el punto de no poderse concebir la una sin la otra.

M es un político de firmes convicciones, un hombre con una labor que realizar: dura, sacrificada, ingrata (cualquiera que lo haya escuchado podría ratificarlo), tanto que algunas veces le resulta tan pesada que está a punto de abandonar, porque en el fondo para él no hay modelo de vida más apetecible que la del hombre sencillo, trabajador y amante de los suyos, un hombre que ve caer las tardes sentado al amor del fuego con un libro en el regazo, que ve crecer a sus hijos y comparte con ellos y con su esposa su ocios domésticos y sus aficiones de ser humano corriente. Esa es la vida que a M le gustaría llevar. Pero claro, en su caso es imposible, porque para quien tiene la voluntad de servicio como motor de sus actos, para quien pone sus mayores desvelos en el bienestar de sus conciudadanos, esos placeres simples, esa vida hogareña, le están vedados. Para él el trabajo no termina nunca, las preocupaciones son su alimento cotidiano y sus ideales lo llevan siempre a realizar esfuerzos, si no inhumanos, sí mucho más allá de lo que para cualquiera sería razonable.

Por eso M sufre. Pero no, como podría pensarse a simple vista, por los ataques de sus rivales políticos, de aquellos dispuestos a utilizar cualquier artimaña para tomar al asalto el puesto que tan duramente ha conquistado. Sufre de incomprensión, de maledicencia, de la incomprensión y la maledicencia de aquellos que más se benefician de su buen hacer y su capacidad de gestión, de aquellos que propagan la injuriosa versión de que su dios es el poder y su obsesión el lujo y el dinero. Y sufre de ingratitud y de envidia, porque, como es sabido, nadie es profeta en su tierra y a la gente parece dolerle que su vecino prospere. Si su patrimonio ha crecido desde que está en el cargo ¿acaso no es fruto de su trabajo?, que recibe regalos y agasajos ¿no ha sido en agradecimiento por sus buenas gestiones?, y si ha habido comisiones o sobres o maletines ¿quién ha corrido los riesgos, para quién han sido los sinsabores y las presiones?, y sobre todo ¿acaso otro en su lugar no hubiera hecho lo mismo? ¡Malditos hipócritas!, ellos sí que llevan en el fondo de sus mezquinos corazones el germen de la corrupción y si no, ya se sabe, el que esté libre de pecado...

Pero la característica más definitoria de M es que no tiene rostro. Al menos no rostro humano. Al mirarlo con detenimiento uno no puede evitar que un estremecimiento gélido le recorra la columna vertebral, porque allí dónde debería encontrar los rasgos propios de cualquier hombre (imperfectos pero cercanos en su imperfección, vulgares pero con la ternura de lo que nos es propio) sólo hay una máscara. Fina, costosa, conseguida, es verdad, pero máscara al fin. Una de esas prótesis de alta tecnología que parecen reales pero que sólo sirven para ocultar las facciones deformes de quien ha sufrido un terrible accidente o de quien envejece de avaricia o de quien se consume en la depravación y la vileza. La suya, la de M, es una máscara de sempiterna sonrisa, que adula con los ojos, que intenta expresar a un tiempo bondad y comprensión, seguridad y cordialidad, cercanía y prestancia; pero que, como todo lo artificial, no puede evitar la rigidez y la impostura, el doblez y la falsedad. Sin embargo, lo que hace diferente a la máscara de M de cualquier otra es que no tiene un origen externo a él ni, por lo tanto, le ha sido injertada por las hábiles manos de ningún eminente cirujano. Por el contrario, la máscara de M tiene su origen en su interior, su sustancia se ha conformado por la acción conjunta de diversos y extraños fluidos que se han ido abriendo camino a través de los poros de su piel con cada transacción, con cada engaño, con cada traición, para terminar formando esa costra delgada y pulida que ocupa ahora el lugar donde alguna vez estuvo su rostro.

De lo que no tenemos conocimiento alguno, lo que constituye el celoso secreto que sólo él podría desvelar es qué ve M cuando se levanta en medio de la noche y a la luz de un lujoso cuarto de baño se mira al espejo y se quita la máscara.