Mostrando entradas con la etiqueta Los avatares de Cipriano. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Los avatares de Cipriano. Mostrar todas las entradas

lunes, 17 de enero de 2011

Cipriano y los años mozos


Al contrario de lo que suele ocurrirle a los hombres maduros, y Cipriano ciertamente lo es, rara vez se le escuchará lamentarse por el tiempo perdido ni recurrir, antes o después del obligado suspiro, a frases tales como: “aquellos sí que eran buenos años, quién los pillara ahora”. Tampoco es dado a fantasear con las fuerzas juveniles que aún le quedan ni a relatar proezas realizadas al amparo de la inconsciencia que supuestamente autorizan los pocos años. No, decididamente Cipriano no es de esos. En este tema, como en otros muchos, prefiere andar a solas por caminos menos hollados que discurrir por donde acostumbra a hacerlo la mayoría. Y no por esnobismo o por ganas de llevar la contraria, sino simplemente porque la experiencia ya se ha encargado de enseñarle que de nada sirve esforzarse por hacer real lo que no lo es.

Por el contrario, cuando Cipriano mira hacia atrás a los tampoco tan lejanos años de su adolescencia y primera juventud, lo más que vislumbra es un extenso páramo de silencios, inseguridades e impotencias. Un tiempo lento, empleado básicamente en desear que concluyera cuanto antes, con la esperanza, no muy fundada, de que fuera lo que fuese lo que le estaba sucediendo, al final acabara desembocando en un estado en el que fuera posible sentirse dueño de sí mismo, libre al fin para tomar sus propias decisiones, sin necesidad de estar afirmándose continuamente ante una realidad que no le pertenecía ni viéndose de continuo arrastrado por fuerzas internas o externas pero, en cualquier caso, imposibles de controlar.

Pongamos un ejemplo: el primer amor. Allí donde casi todo el mundo encuentra un espacio de solaz y bellas ensoñaciones, Cipriano sólo recuerda un rosario de esperas infructuosas a la puerta de un colegio (la elegida de su corazón, además de esquiva, era algo torpe y ya había repetido más de un curso), desplantes e intentos de aproximación nunca coronados por el éxito. De poco le consuela el hecho, por otra parte más bien irónico aunque cierto, de que la altiva criatura de sus desvelos viniera a ofrecérsele un par de años después cuando sus hormonas ya le llevaban al galope tras otra beldad, bien es verdad que no con mejores resultados prácticos. O sea, que de despertar sexual, como cualquiera, pero de miradas tiernas, lánguidos besos y escenas románticas al atardecer, nada de nada, al menos no entonces, que cuando la cosa llegó, que también llegó, Cipriano ya había trotado mucho por esos mundos que dicen de dios.

Y qué decir de la primera fiesta, ese universo iniciático y transgresor que por aquel entonces consistía en una reunión nocturna, por lo general temática, donde entre música de tocadiscos o radio-cassette, mucho humo, luces deliberadamente disminuidas y bebidas alcohólicas de bajo precio y menos calidad, un grupo de saludables jóvenes de ambos sexos se entregaban al baile, a los roces subrepticios de carnosidades ajenas y a los primeros escarceos y embriagueces. La que recuerda Cipriano era de “elegantes”, así que ayudado por un buen amigo, que para esos casos siempre se encontraba alguno, y no tras pocos intentos, consiguió la hazaña de resolver el galimatías que para ambos representaba el famoso nudo de la corbata, prenda esta que previamente había sustraído, junto con una chaqueta, del ropero de su padre. Lástima que la nefasta combinación de colores le otorgara más vitola de fantoche que de elegante, pero ni lo clandestino del préstamo ni la urgencia del caso dieron para más. Luego en la fiesta sólo rápidos, que para los bailes lentos la más que perfectible organización del evento no había previsto parejas para todos. A no ser una criatura poco agraciada y bastante bebida que le tocó en suerte ya avanzada la noche y que se le desmadejó entre los brazos al segundo giro, por lo que tuvo que ser escoltada al cuarto de baño por dos solícitas amigas de esas que siempre están al quite, que ni a eso tuvo derecho Cipriano. Al final, no le quedó más remedio que compartir brebajes con el otro infortunado encargado de cambiar los discos y atender las peticiones del público, de lo que sólo pudo sacar en claro una borrachera más que mediana y un insoportable dolor de cabeza al día siguiente.

Atendiendo a estos precedentes, no es de extrañar que Cipriano se sienta mejor tal y como está ahora, con más años pero con menos sinsabores. Y no porque su espíritu sea en sí mismo contentadizo, ni porque sea otro de esos casos que vienen a confirmar el famoso dicho de que quien no se consuela es porque no quiere, que de sinsabores está llena la vida, ahora tanto como antes, y de rebeldías también alberga las suyas nuestro amigo. Es sencillamente la madurez. Esa situación o estado en el que los embates del devenir, bien por repetidos, bien porque la experiencia ya se ha encargado de hacernos saber que rara vez son definitivos, nos pillan con más armas para combatirlos o con más cintura para esquivarlos, y el paso de los años nos enseña que todo tiene su tiempo y que muy pocas son las cosas y las situaciones en las que uno se juega la vida a una carta, que bien mirado, casi todo puede esperar a mañana, cuando la cabeza esté más despejada y el ánimo más dispuesto.

En resumen, que como él mismo no duda en defender, Cipriano es de la opinión de que, por mucho que diga el poeta, no siempre cualquier tiempo pasado fue mejor.


lunes, 12 de abril de 2010

Cipriano y el amor

Para Ella, como siempre.



No es extraño en Cipriano que, de improviso, en el momento menos pensado,recuerde el día en que se enamoró. Esto no quiere decir que en su vida no haya habido otros amoríos, que otras personas no hayan ocupado un lugar en sus pensamientos durante algún tiempo. Lo que sucede es que después de aquella vez nada de lo vivido podría ser calificado en justicia como amor y nada de lo sentido puede, para Cipriano, alcanzar el rango reservado al concepto“estar enamorado”.

Hasta aquí nada se sale de lo que debería ser habitual en una persona dotada de sentimientos y que, además, tiene la suerte de encontrar en su camino a otra capaz de despertárselos. Lo excepcional, en el caso de Cipriano, es que este día no siempre coincide. O dicho de otra forma, en las charlas recordatorias que mantiene con Ella ese día no es siempre el “oficial”.

Expliquémonos. Por lo general cuando el tipo de charlas al que antes nos referíamos tiene lugar, cosa que suele ocurrir con bastante frecuencia, lo normal es que el río de las remembranzas les lleve hasta las luces de un coche que alumbra una carretera que lleva a Portugal, a una ruta de pueblos sin nombre definido y bosques de encinas apenas entrevistos al trazar cada curva. También, a la conversación interminable y a una mano que se posa y a un puesto fronterizo deshabitado, como si todas las fronteras, las terrestres y las otras, se hubieran venido abajo de pronto en la misma noche. Y luego, los muros blanquecinos de una vetusta ciudad portuguesa engrandeciéndose ante el cristal o los árboles oscuros de una plaza desierta por la que ambos pasean a esa hora irreal que precede al amanecer o incluso, al sabor dulce e intenso de un “bica” acompañado con algo que debían ser tostadas y que por arte de magia, de magia portuguesa, acabó convertido en una cosa de lo más parecido a un sándwich de jamón y queso, y que, sin embargo, ambos devoraron entre risas en un bar sólo frecuentado a esas horas por operarios municipales. Y por último, el viaje de vuelta, un tránsito soñoliento a través de un paisaje que nada tenía que ver con el de la noche anterior, como si el tiempo también se rezagara intentando aplazar el insoslayable reingreso en la realidad.

Pues bien, a pesar de ello cuando Cipriano piensa a solas o cuando, en mitad de una lectura o de un trayecto en coche, empieza a conversar consigo mismo, el recuerdo es otro. Para empezar el escenario cambia, aunque también sea de noche. Ahora él está frente al mar en uno de esos miradores que abundan en los paseos marítimos de las ciudades de la costa. Ella está a su lado, al menos ella cuando todavía no era Ella o cuando sí pero todavía no. Sus cuerpos se acercan, se rozan y se apegan de una manera equívoca, envueltos en una lluvia prescindible, superflua. Enfrente el mar se encrespa y se alborota y a través del estruendo, salpicada por la espuma, ella (que aún no es Ella), está hablando y dice:
¬ En ese mar tan hermoso ellos se hunden y ahí mueren.
Cipriano sabe a qué se refiere, sabe que habla de naufragios, de sueños destrozados entre el oleaje y la noche, de pateras, de la miserable muerte de los que huyen de la miseria; y sabe que ella llora mientras habla, aunque sus lágrimas se confundan con las gotas de lluvia. Entonces, justo en ese instante, el tiempo se detiene, como si se hubiera quedado suspendido de la redondez de una lágrima o de un jirón de espuma y no hay nada más que ellos dos y el mar y la noche. Y todo queda ahí, al menos hasta que, desde un tiempo o un espacio remotos, unas voces llegan y se imponen como esos sonidos que se cuelan en nuestros sueños hasta arrancarnos dolorosamente de donde habíamos decidido quedarnos aunque sólo fuera un poco más. Voces de compañeros que los llaman, que gritan sus nombres y los hacen volver al mundo de los demás.
Luego, una confusa despedida y un camino de vuelta a una casa que ya, ahora lo sabe, no puede ser la suya. A pie, bajo una lluvia ahora sí perceptible, sintiendo el frío que se filtra a través de la gabardina completamente calada y el sabor de un cigarrillo húmedo apenas protegido por el dorso de la mano, en su cabeza retumba un solo pensamiento que es un martilleo, un pensamiento que alberga la cobardía:
“No puede ser... sólo conseguiría perderla”.

Los años, uno tras otro, han ido pasando desde aquel día y Ella sigue a su lado. De alguna manera, para Cipriano, este hecho, en apariencia tan simple, no deja de ser una sorpresa cotidiana, sobre todo cuando piensa en lo difícil que debe resultar para cualquier persona soportar sus impredecibles cambios de humor, sus ensimismamientos, sus prisas y sus pausas, esa forma desordenada de vivir dentro del orden más estricto, en fin, todo lo que Ella, con grandes dosis de piedad, llama “sus rarezas”. Por su parte, lo único que puede decir sin temor a equivocarse es que si algo tiene claro en esta vida es que, si volviera a nacer, recorrería todo el mundo, atravesaría todos los mares, traspondría todas las montañas para volver a encontrarla de noche, bajo la lluvia, frente al mar.

lunes, 25 de enero de 2010

Los automatismos de Cipriano


En muchas ocasiones y mirado desde fuera, Cipriano se asemeja a una máquina. No una de esas complejas estructuras tecnológicas que hoy día asombran (si es que hoy día subsiste algo parecido a la capacidad de asombro) por la endiablada velocidad con la que pueden resolver cualquier operación por enrevesada que parezca. No, lo suyo se asemeja más a una máquina clásica, de esas de movimiento continuo, compuestas por émbolos, engranajes y bielas de negro metal embadurnado en grasa y que se obstinan en realizar su tarea sin tregua ni alteración pero con estruendo (en fin, lo que cualquiera se imagina cuando piensa en una máquina). De la misma forma Cipriano.

Para cualquier observador externo, su trajín cotidiano no difiere mucho del funcionamiento del artilugio descrito e imaginado con anterioridad. Las mismas acciones, las mismas tareas, llevadas a su término con los mismos gestos, en el mismo orden y a la misma hora. Si Cipriano se levanta a las 7:00 horas, el despertador sonará a las 6:55 y a las 7:05, como muy tarde, ya estará en el cuarto de baño donde todos los rituales siguen un orden preciso y tienen un duración estimada. Luego, no más tarde de las 7:30, tras vestirse y arreglar la cama, nuestro héroe prepara y da buena cuenta del mismo desayuno de todos los días que concluye con un cigarrillo compartido con los últimos sorbos de té con leche (poca leche, la justa para que el líquido cambie de color y pierda su transparencia). A continuación, recuento y embalaje en maletín de efectos personales y documentos, últimos retoques de cuidado personal y a las 7:55 ya ha cerrado con llave la puerta del piso y se encamina en busca de su coche para que, siguiendo el itinerario habitual, le lleve al trabajo al cual llegará con un margen temporal que puede oscilar entre los veinte y los diez minutos de adelanto sobre la hora establecida (la inexactitud proviene de los imponderables del tráfico rodado y de la búsqueda de aparcamiento, cuestiones ambas que Cipriano no ha podido aún soslayar). Y así con todo.

Pero como de sobras es sabido que la observación externa no resulta suficiente para hacerse un juicio adecuado de las cosas y mucho menos del comportamiento de las personas, sería necesario complementar ésta, la observación externa, con otra de índole interno, mucho más complicada por cuanto también es del general conocimiento lo abstrusa e imprecisa que resulta la investigación de las motivaciones que impulsan la conducta humana. Así que tendremos que contentarnos con las explicaciones del propio Cipriano.

Según su versión este automatismo no se produce de forma inconsciente, ni mucho menos obedece a ninguna clase de rasgo neurótico, vamos que Cipriano no tiene nada que ver con el personaje de Jack Nicholson en Mejor... imposible. Su comportamiento, siempre según el, es más bien el fruto de una decisión consciente y motivada por dos razones fundamentales:

1.A Cipriano le gusta disfrutar de su tiempo (en otro lugar ya se ha hecho referencia a sus variopintas vocaciones). Cuestión esta que entra en flagrante contradicción con la multitud de tareas que sus obligaciones laborales y domésticas le procuran. Por tanto, la única salida razonable pasa por compactar estas últimas, lo que sólo es factible mediante una organización y sistematización racionales.

2.La otra razón tiene su base en la conjunción entre la propia experiencia y ciertos conocimientos sobre espiritualidad oriental que Cipriano descubrió hace tiempo gracias a sus prolijas y abigarradas lecturas (esta otra faceta será tratada de forma pertinente en su momento). La cosa viene a cuento porque, al parecer, la repetición monótona de los mantras tibetanos o el rezo cadencioso y reiterado de fórmulas fijas (cuya traslación más directa a nuestra cultura occidental es la práctica católica del rosario), tienen la virtud añadida de liberar al espíritu y, por consiguiente, al pensamiento. Pues bien, aplicando esto al tema que nos ocupa, resulta que Cipriano ha podido comprobar en sí mismo que realizando las operaciones de la vida diaria mecánica, repetitiva y ordenadamente se llega a alcanzar un estadio en el que éstas se pueden abordar casi sin pensar, lo que, obviamente, concede al individuo una gran libertad para poder reflexionar sobre temas de mayor enjundia.

Con todo, y a pesar de unas justificaciones tan elaboradas y juiciosas, Cipriano no ha podido evitar que los dos comentarios más populares entre las personas que lo conocen (y sin duda lo quieren) sigan siendo:
“Hay que ver lo cuadriculado que eres” o
“Hijo, siempre estás en babia”.

Y así van las cosas.

miércoles, 13 de enero de 2010

Las vocaciones de Cipriano



“...porque la de creerse dotado de una grandeza latente es una forma cómoda de vivir.”
Italo Svevo. La conciencia de Zeno.

Cipriano se queda de piedra al leerlo. Esta sentado plácidamente en su sillón de lectura con la manta sobre las piernas, las zapatillas de paño en los pies y el ánimo tranquilo; y allí mismo, casi al principio, en la página 20, Svevo le tira a la cara en sólo media frase una de las verdades más vergonzosas de su vida. Así que Cipriano no tiene más remedio que volver sobre sus pasos y releerla una, dos, hasta seis veces. Y la conclusión siempre es la misma: cada una de las palabras parece estarle dirigida, como si el autor de forma subrepticia las hubiera insertado en el texto con la única intención de que él, casi cien años después, las descubriera, las reconociera y se las aplicara.

Que todos los seres humanos tienen que establecer pactos con la vida es una verdad universal para Cipriano, que tengan consciencia de ello ya es harina de otro costal. Pero en su caso ya no se trata de un problema de pactos, y mucho menos de ser consciente, que ser consciente, lo que se dice consciente, no hay duda de que Cipriano lo es. En su caso se trata más bien de claudicación. Esa es la verdad y esa es la vergüenza. Porque una cosa es pactar con la vida y otra claudicar ante ella. Lo otro, lo de la grandeza latente y la cómoda vida no son más que las consecuencias de la rendición primigenia.

Pero pongamos las cosas por su orden natural. Unas de las peculiaridades de Cipriano es la de sentirse llamado a hacer cosas grandes, cuestión que da por supuesta la capacidad de distinguir la grandeza o la pequeñez de las cosas mismas (de ahí lo de la consciencia), sin embargo, esta favorable predisposición siempre se ha visto aquejada de dos grandes rémoras o dificultades tan arraigadas en su forma de ser como la predisposición misma. La primera de las rémoras radica en el hecho de que Cipriano no se siente llamado a realizar una sola cosa grande, ni siquiera a un solo tipo de ellas. Así, desde que tiene recuerdo, ilusiones juveniles aparte, se ha sentido “tocado” por las más diversas musas: desde la excelsa guardiana de la sabiduría filosófica a la más recatada y doméstica de la ética, desde la lujuriosa musa de la literatura y la creación a la más áspera y procaz de la política. Total, que durante épocas consecutivas su vida ha ido discurriendo por diversos caminos que incluyen desde el del erudito paciente y concienzudo hasta desembocar en las tribulaciones del escritor en ciernes, sin menospreciar su vena política, tanto en sus aspectos teóricos como en su vertiente más ruda de militante activo. Incluso en algún momento llegó a verse convertido en un experto, aunque tardío, ajedrecista; eso sí, y no pregunten por qué, fumador de pipa. Si tenemos en cuenta que todas estas inclinaciones se han ido sucediendo sin menoscabo de sus responsabilidades laborales o sus obligaciones domésticas, la cosa no deja de tener su mérito. Lo que sucede es que, como es bien sabido, “el que mucho abarca poco aprieta” y de tanto deambular de aquí para allá o de cosa grande en cosa grande, Cipriano no ha podido profundizar suficientemente en ninguna de ellas ni ha podido salir adelante con ninguno de sus empeños, así aprendiz de todo y maestro de nada siempre le queda el regusto amargo de quien inexorablemente deserta a mitad de camino.

El segundo impedimento tiene más que ver con la cuestión de la voluntad, o más bien con la falta de ella. Ya no es sólo un problema de indecisión, sino de desaliento. Nada más adentrarse en el entramado de cualquiera de sus vocaciones y por muy firmes que sean sus principios y propósitos, cada pequeña dificultad, cada insignificante contratiempo que se cruza en su andadura constituye un doloroso jalón que va minando su férrea voluntad de triunfo. A partir de ahí los caminos se bifurcan y los procesos pueden ser de muy variada especie, pero casi siempre acaban concluyendo en dos posibles soluciones: o bien se ha elegido un camino equivocado y es mejor volver a otra de las sendas de desarrollo personal ya exploradas con anterioridad, o bien es llegado el momento de tomarse un largo descanso para retomar la travesía con fuerzas renovadas.

La resultante de esta combinación de fuerzas es que Cipriano, si bien de vez en cuando se obstina en recuperar alguna de sus líneas de trabajo, ha acabado por hacerse a la idea de que su grandeza existe pero en estado latente y que, por ser esta su naturaleza, es muy posible que esté destinada a no materializarse en resultado práctico u obra alguna. Esta conclusión, indudablemente consoladora, tiene además la ventaja de permitirle desenvolverse por el mundo con la cabeza alta y la mirada al frente, consciente de su valía y permitiéndole contemplar al vulgo en perspectiva, con una mezcla de superioridad y resentimiento por su evidente incapacidad (la del vulgo lógicamente) para reconocer y valorar sus innegables virtudes, manifiestas o no. Esta actitud, llevada más o menos en secreto, deja un sabor agridulce en las papilas gustativas de cualquiera pero hay que reconocer que es una forma cómoda de vivir.

Eso explicaría la estupefacción de Cipriano al saberse “descubierto” por un escritor muerto mucho antes de que él naciera, ese sería el motivo por el que ha releído la frase tantas veces intentando entenderla dentro y fuera de contexto, dejando que la sorpresa diera paso a la indignación. Porque, al fin y al cabo, quién es ese tal Svevo para ir aireando las vergüenzas de nadie...

- Qué pena – murmura Cipriano mientras se dirige a la cocina para servirse el vaso de whisky de antes de acostarse.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

En tardes como esas.


Hay días en los que encontrar el pasadizo no es fácil. Las tardes se desgranan en vano sin más pena ni más gloria que la de dejarse morir lentamente. Entonces uno empieza a navegar a la deriva buscando alguna cosa útil con la que llenar el vacío que le va creciendo en la boca del estómago. Pero nada. Cada intento acaba convirtiéndose en una frustración más, hasta que el vacío es tan grande que te llega hasta la boca y se vierte a borbotones hasta formar un aura viscosa. Ahora tú eres vacío o, para ser más exactos, el vacío eres tú. Cuando eso ocurre no sirve de nada forcejear, ni intentar estirar los brazos y las piernas porque la viscosidad crece más que tú, es más fuerte que tú y se te adhiere como una segunda piel, como una placenta envejecida.

Hay temporadas, épocas enteras, en que las tardes de Cipriano son de este tenor. Se las ve venir porque las tareas más nimias empiezan a convertirse en abstrusas complejidades a prueba de la más santa paciencia y cualquier objeto, por más cotidiano que parezca, adquiere el pérfido hábito de ocultarse del ángulo de visión de su legítimo propietario para emerger, tras fatigosa búsqueda, a una distancia sospechosamente cercana de donde debía haber estado. Luego ya no hay remedio, la cosa resbala inexorablemente hacia el vacío, el estómago, la viscosidad y la placenta. Así que Cipriano acaba anclándose a un sillón con un salvavidas de vaso de whisky (sólo, dos hielos) y pipa larga a esperar que baje la marea y de pasadizo ni hablar.

Sin embargo, en los últimos tiempos Cipriano, fiel a la máxima metodológica empirista del ensayo y error, ha ido probando distintas vías de escape. La verdad es que los resultados no han sido muy alentadores (paseo no, jueguecito de ordenador tampoco, intento de localizar a amigos y conocidos menos...) y el final siempre tiene que ver con sillón y todo lo demás. Hasta que hace poco, casi por casualidad, a Cipriano le dio por abrir el procesador de textos y empezar a teclear. Así sin motivo, si por motivo entendemos tener algo que contar, pensar en un posible interlocutor o cosas por el estilo. Pero, al menos, la tarde se aligera, la viscosidad adelgaza y el vacío se encoge. Y, ¿quién sabe?, a lo mejor al final pasadizo o puente sí.

De todas formas, y en el peor de los casos, siempre le sale algo como esto.

viernes, 24 de julio de 2009

Mamá, quiero ser sociólogo.


Así, sin más. Que al bueno de Cipriano ahora le ha dado por ser sociólogo, o lo que no es lo mismo, por estudiar sociología. Ahora, con sus cuarenta y tantos, se va a meter en esos berengenales...

Pues la verdad es que sí. Y, frivolidades aparte, me lo he pensado bastante. Probablemente eso de la búsqueda del conocimiento es algo que ya sólo se usa en las declaraciones oficiales, pero para algunos sigue siendo una necesidad, como para otros escribir, pintar, hacer deporte o viajar a lugares exóticos. Como nunca he creído en la otra vida, pienso que una de las mejores maneras de aprovechar ésta que tenemos es buscar algo de luz en la maraña de intereses y vanidades en la que nos ha tocado vivir. Afán de aprender, búsqueda de alguna certeza, vestigios de aquello que dio en llamarse autorealización... no sé como llamarlo. Pero el caso es que, ahora, por fin, estoy dispuesto.

Y, ¿por qué sociología? Quizás porque nunca me han atraído mucho los números exactos, o porque, en mi condición de eterno resistente, siempre he pensado que el primer paso para cambiar algo es conocerlo y comprender como funciona; y, desde luego, si hay algo que necesita un cambio urgente, éste es sin duda el entramado de relaciones económicas, afectivas y de opresión y poder que los humanos llamamos sociedad. No me gusta nada el mundo en el que vivo, el sistema que se me ha impuesto, y quiero hacer todo lo posible por contribuir a crear otro más justo, más libre e igualitario y para ello el conocimiento del que hablaba antes se me antoja fundamental.

El único problema es que me va a tocar empezar uno de esos grados nuevos del dichoso Plan Bolonia. No deja de ser una ironía que después de manifestar mi más rotunda oposición a semejante agresión mercantilista a la educación superior, ahora tenga que ser uno de los primeros en probar uno de sus planes de estudios. Pero, en fin, no siempre se puede elegir en qué condiciones se hacen las cosas.

Total, que en cuanto abran el plazo iré a la UNED a matricularme. Deseadme suerte.