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lunes, 4 de abril de 2011

Yo también quise ser K


Me recuerdo sentado en el suelo. Si digo que me recuerdo es porque lo que voy a contar ocurrió hace muchos años, tantos que, al extraer hoy las imágenes de mi memoria, me invade una sensación de extrañeza ante el muchacho de barba rala que dice ser yo. O puede que en realidad ese fuera yo y el que ahora recuerda, el que sentado ante un teclado intenta fijar en un papel virtual las huidizas estampas del pasado, no sea más que una versión distorsionada y prostituida de aquel yo que yo era o que pude llegar a ser y no fui. Leer más

martes, 8 de marzo de 2011

OTAN NO. BASES FUERA.


Sobre el escenario un atril, tras el atril un hombre. Un hombre que habla. Sujeto al fondo del escenario ondula un cartel, como una pancarta. Grande, extensa, con emblemas de las organizaciones convocantes y el hongo siniestro de la bomba y el lema. El lema que llevamos coreando las últimas semanas y que repetimos a la menor oportunidad. Como un mantra, como una letanía: OTAN NO. BASES FUERA. Leer más.

sábado, 29 de mayo de 2010

La pestilencia


Amanece. Lo primero que alumbran los rayos del sol son las chimeneas de la refinería, eso y las altas antorchas que empiezan a palidecer bajo el resplandor de un fuego mayor. Al abrir las ventanas, un hedor intenso y dulzón, rotundo y agresivo, denso y artificial, se expande inundando hasta los últimos rincones de las casas. Entonces no queda más que volver a cerrar las ventanas y resignarse.

Media mañana. En el supermercado del pueblo un hombre habla en voz alta en medio de un grupo de vecinos – mujeres en su mayoría – que esperan su turno alrededor del mostrador de la carne.

- ¿Huele?, pues claro que huele. Pero eso es lo que nos da de comer. O si no, ¿qué es lo que había aquí antes de que llegara la refinería? Cucarachas y muertos de hambre, eso es lo que había. Lo que pasa es que no sabemos lo que queremos. Agradecidos, eso es lo que deberíamos estar. Con lo que vale un puesto de trabajo hoy en día. Pero no, la gente haciéndose caso de cuatro hijos de mala madre que lo único que quieren es que todo se vaya a la mierda. Y es lo que yo digo, cualquier día esta gente se harta y coge el portante y... ¿entonces qué?, entonces a ver si vienen esos que chillan tanto a repartir puestos de trabajo. A ver. Venga Carmelo, despáchame ya que tengo prisa.

El auditorio se reparte entre los que callan y los que asienten con la cabeza. Nadie contesta.



Hacia el mediodía. En la playa varios chavales miran el mar sentados sobre el poyete que separa la arena de las primeras casas del pueblo. Algunas botellas de cerveza – unas vacías, otras todavía llenas – los acompañan. El rumor de las olas acompasa la circulación de un par de canutos que pasa de mano en mano, de boca en boca.

- Oye, ¿os habéis enterado de que va a haber una parada? Me han dicho que van a necesitar gente.

- Sí, a mí me llamaron la última vez. Pero tú sabes, quince días en una contrata y luego otra vez a la calle.

- Bueno, quince días son quinces días. ¿Adónde hay que apuntarse?, ¿dónde siempre?

- Sí, yo ya tengo preparados los papeles. A ver si esta vez hay suerte y nos llaman a todos.

- Ojalá. Aunque para mí que al Chito ni por esas. Desde que el padre salió en el programa ese diciendo lo que dijo, yo creo que le han echado la cruz a toda la familia para los restos.

- Joder, es que hay gente que no aprende nunca. Con esa gente no valen tonterías. Además, si no les gusta lo que hay pues es lo que yo digo, ahuecando... Oye tú, pasa ya la birra que no es un biberón.

Risas.



Por la tarde. Adentro, en una sala grande con una larga mesa central, la comisión habitual de vecinos se haya reunida con un representante de la dirección de la refinería. En esta ocasión vienen a solicitar la contribución anual para las fiestas del pueblo. La conversación es agradable. Justo cuando se les está indicando dónde debería ir ubicada la publicidad de la entidad, una puerta se abre. La figura del señor director traspone el umbral y tras él uno de los fotógrafos de la revista oficial encargada de difundir las actividades de la empresa. Todos se levantan y hay saludos y parabienes y palmadas en la espalda. Luego, cada cual ocupa el lugar que le corresponde y, a una señal del fotógrafo, miran a la cámara y sonríen.



Las sombras de la noche se ciernen sobre la plaza del pueblo. En el bar, los hombres – aquí sí ampliamente mayoritarios – hablan entre sí o miran la gran pantalla de televisión que preside el local. Apoyado en la barra, uno de ellos se dirige a voces a otros tres o cuatro dispuestos en semicírculo, mientras con una mano sostiene un tubo de cerveza, con la otra da golpes secos sobre la superficie de madera.

- Ecologistas, unos sinvergüenzas, eso es lo que son. Seguro que si los untan bien tragan igual que los demás. Lo que pasa es que los de aquí no vamos a aprender nunca lo que hay que hacer con los que vienen de fuera a darnos lecciones. El medio ambiente, la salud..., chorradas. El trabajo, y que la gente honrada tenga para comer, eso es lo único que importa, ¿o no?. Que la gente enferma y se muere, pues como en todos sitios, ¿o también va a tener la culpa de eso la refinería?, vamos, digo yo. Además, que siempre se han ocupado bien de las viudas y los huérfanos, que hasta los metían a trabajar. ¿O no os acordáis de Paco “El Rubio”?, y eso que el menda se lo buscó. Que había que doblar un turno, ahí estaba “El Rubio”; que había que meterse a soldar donde nadie quería, ahí estaba “El Rubio”, y sin medidas de protección ni nada, hasta que pasó lo que pasó. Pero es lo que decía la empresa, si el trabajador, que es el primer interesado, no toma medidas quién las va tomar. Todavía me acuerdo del día aquel que..



La noche se agiganta. Entre las brumas grisáceas, el ciclópeo e inorgánico ser llamado La Refinería continúa realizando las funciones para las que fue diseñado. Impertérrito, repite una y otra vez los mismos procesos mecánicos y químicos, ajeno a los hombres, a sus frustraciones y a sus bajezas, ajeno a la pequeña multitud de seres insignificantes que laboran en sus intestinos, ajeno a todo lo que no sea su rum-rum ensimismado, el trasiego continuo de fluidos por sus venas metálicas, sus exudaciones de animal enfermo. Mientras tanto, la bahía que lo circunda y que preexistió durante innumerables siglos antes de su llegada, se esfuerza por renovar el milagro cotidiano con los restos de vida que aún palpitan en sus entrañas acuáticas.


domingo, 23 de mayo de 2010

Laura

Justo aquí al lado, en Lo último de Cipriano Gómez, podrá el lector encontrar la historia de Laura.Se trata, para no andarnos con rodeos, de una de esas historias que provienen del pasado, de un tiempo que puede parecernos o no mejor, pero que casi siempre cobijamos con el cariño que se prodiga a aquello que es nuestro, a cuanto consideramos que, de una manera o de otra, nos debe su existencia o, para no pecar de soberbia, no podría haber sido como fue sin nuestro concurso. Pero no pensemos mal. No es que el bueno de Cipriano se haya vuelto un nostálgico con el paso de los años (aunque siempre habrá quien esté dispuesto a afirmar que siempre lo fue). No, más bien se trata, por decirlo de alguna manera, del intento de saldar una deuda, del cumplimiento de una palabra dada, en este caso, a uno mismo. Deudas y compromisos que, por otra parte, son los más fáciles de aplazar pero que quedan ahí, agazapados, a la espera del momento apropiado para transformarse en ineludibles.

viernes, 14 de mayo de 2010

La ausencia


- Dentro de unos años, esto estará lleno de casas y de pisos..., pero eso yo ya no lo veré – dice el viejo.
El niño, que lo mira con fijeza, descubre una sombra triste en el fondo de sus ojos sabios. Quizá por eso contesta:
- No digas eso, abuelito. Lo veremos los dos, ya verás.
El viejo sonríe, aunque sólo a medias, y revuelve la pelambrera del niño con su mano de viejo.
El niño, que es un niño, se deja llevar al fin por la inercia y, como sin querer, retorna a sus juegos.
Arriba el sol, aun en medio de su viaje, brilla pero no quema. Un vientecillo leve mece la hierba alta plagada de puntos blancos y amarillos, salpicados aquí y allá por el grito rojo de la amapola. El niño corre y salta y llama a voces a su hermano en medio del milagro efímero de una primavera que estalla aupándose sobre una tierra que apenas entiende de otra cosa que no sean fríos y calores, de las heladas que la resquebrajan en invierno y del polvo calcinado que la cubre en los largos, asfixiantes veranos. Y entre el verde radiante, cegador, el gris rectilíneo de los nuevos viales recién construidos, avanzadilla del nuevo ensanche urbano, que en su afán por cuadricularlo todo, extienden sus tentáculos de cemento y hormigón como una tela de araña trazada con tiralíneas. En su avance, las obras desenterraron trincheras de la guerra – el viejo lo venía contando mientras subían la cuesta a su paso calmoso –, llenas de cascos oxidados y piezas de correajes roídas por el tiempo:
- Hasta había un obús sin explotar y tuvieron que venir desde Granada unos técnicos del ejército para desmontarlo – relataba.
Por eso el juego de esta tarde es el de la guerra. Por eso los niños se acechan y se emboscan y se disparan entre la hierba que casi los cubre.

El niño que ya no es un niño recuerda. Recuerda el placer de ser alcanzado por ráfagas de mentira, de dejarse caer hundiéndose para ver el cielo entre el frescor vegetal, sintiendo en la piel el abrazo jugoso de la hierba aplastada, el olor a la combinación de líquidos de la tierra y la lluvia, bajo el sol alto, fuerte, allí arriba. Pero irremisiblemente unido al recuerdo gozoso de la vida desbocada, está lo otro. La sombra oscura en los ojos del viejo, el repentino encogimiento del corazón, la sensación de estar recibiendo el anuncio de algo demasiado grande para que él pueda abarcarlo. Hoy, el niño que ya no es un niño lo sabe. Sabe que aquel día recibió el primer anuncio, tuvo la primera noticia de la muerte. Pero no de la muerte de ficción de las películas, de la muerte que siempre está lejos, que siempre tiene que ver con los demás pero nunca con nosotros mismos. Hoy – en realidad, desde hace tiempo – el niño que ya no lo es, sabe que el día de la hierba alta, casi tan alta como él entonces, tuvo la primera noticia de la muerte real, tal cual es. La muerte como una estrecha cornisa que nos asoma a un inmenso abismo de vacío, la muerte como un tajo que nos separa indefectiblemente de todo lo anterior, la muerte como un sumidero de presencias, de miradas, de caricias vividas ayer mismo, la muerte como un enorme, interminable océano de ausencia. Y quizá por eso, apenas dos años después, cuando el viejo, como de costumbre, cumplió con su palabra, el niño lloró. Pero no por el impacto de un golpe inesperado, sino por la amarga aceptación de lo sabido, de la muerte anunciada. Lloró como llora un niño que empieza a dejar de serlo.

Entretanto las sombras de los dos niños se alargan, la tarde se deja caer ahíta de risas y de juegos, y cuando el sol, ya vencido, va buscando reposo sobre la línea del horizonte, el viejo apaga el cigarrillo, se pone lentamente en pié y, recogiendo la sillita plegable, dice:
- Ea, vámonos que ya es la hora.

sábado, 24 de abril de 2010

Vida de Juanillo "El Niño"


Juanillo “El Niño” siempre quiso ver el mar. Lo quiso desde chico, desde que su padre, que hiciera el servicio militar en la marina por los puertos de Cartagena, le contara historias de barcos y de marineros, de calmas y de temporales y de mares embravecidos que albergaban bestias tan antiguas que superaban la memoria de los hombres.

Juanillo “El Niño” siempre vivió en su pueblo, encadenado a la tierra, único destino posible y único medio de subsistencia para su prole. Pero muchas veces, mientras comía la talega bajo la sombra de un chaparro a las horas de la calor, mientras contemplaba como el viento reseco y caliente hacia ondular los campos de espigas, pensaba en olas, en vaivenes acuáticos y en inmensidades de espuma. O con los fríos, en la época de la aceituna, cuando desde la batea traqueteante que le llevaba al tajo miraba como sin ver el relumbre frío de la escarcha, Juanillo “El Niño” se soñaba marinero a bordo de un barco que surcaba aguas cristalinas, sobre un mar en calma, rumbo a puertos de los que nunca podría conocer el nombre.

Por eso cuando los sesenta ya se le iban haciendo viejos, los setenta se le asomaban al umbral de la puerta y la soledad se le hizo grande porque la que le acompañó toda su vida yacía ya bajo la tierra y los hijos vivían una vida que él nunca pudo vivir; Juanillo “El Niño” metió dos mudas en su maleta ajada por el desuso, cogió la viajera hasta la capital y tras preguntar por la salida más próxima a una ciudad con mar, se subió al tren. Se le hizo de noche mirando con asombro, por la ventanilla del vagón, lo grande que era el mundo, hasta que las luces del compartimento y la oscuridad del exterior sólo le devolvieron su propia cara reflejada en el cristal. Entonces sacó de la maleta el bocadillo que su Anita le preparara: “No vaya usted a pasar hambre, padre”, y lo comió lentamente, absorto en la contemplación de las fotografías de trenes y estaciones que tenía frente a sí. Luego se durmió. Si soñó con mares o profundidades oceánicas no lo sabemos, en todo caso él tampoco lo recordaba cuando con las luces de la mañana despertó, la cabeza echada sobre la ventanilla y el peso del viaje sobre los párpados, pero, según supo por el revisor, muy cerca de la estación de destino.

Al saltar al andén sólo hizo dos preguntas: dónde se podía dejar la maleta y por qué parte caía el mar. Con la ligereza que le permitían sus piernas cansadas recorrió calles, recodos y callejuelas de una ciudad extraña de casas grandes con balcones y miradores acristalados; hasta desembocar, en una última revuelta, en un paseo grande, transversal, con una balaustrada erizada de farolas antiguas tras la que habitaba la nada. Con las manos apoyadas en el pretil, la boca abierta y dos redondeces saladas resbalándosele por los surcos de la cara lo vio al fin. Vio la enormidad ondulante, vio el sol rebrillar en los múltiples cristales de la superficie, vio al agua y al cielo juntarse en el horizonte, vio la espuma saltar y romperse contra los bloques de piedra, vio las blancas velas dibujadas en lontananza y vio el vuelo errático de las gaviotas peregrinas.

Entonces, Juanillo “El Niño”, que no había leído nunca un libro entero, recordó los dos únicos versos que aprendiera en su vida:

El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!

domingo, 21 de octubre de 2007

Casi a diario


El sol. Seguro que fue el sol lo que se me metió en la cabeza. Si no cómo explicarlo. Si no como llamar a ese todo luminoso e incandescente que me acribilló los ojos cuando levanté la mirada. O puede que el cansancio, la pesadez de las horas interminables en lo alto de ese andamio, la falta de sueño del último fin de semana. O la sed, ese animal resentido que se aferraba a mi garganta y me pegaba la lengua al cielo de la boca. No, no lo sé... y cada vez estoy más convencido de que nunca llegaré a saberlo.

Lo que sí alcanzo a recordar de una forma extraña, arrítmica como una sucesión de fotogramas en una película mal proyectada; es que empecé a retroceder, a dar un paso hacia atrás, dos, quizá tres... hasta que el último de ellos se encontró con la nada. Entonces vino el pánico. Un miedo simple, puro, atroz, que me atenazó por dentro al sentir el cambio brusco de posición, al ver a mis brazos extenderse como si no fueran míos, al notar la crispación de mis manos buscando un asidero, un mísero centímetro cuadrado de solidez donde poder albergar la tenue esperanza de que todo fuera un sueño del que habría de despertar.

Luego el trayecto interminable. En medio de una incomprensible sensación de euforia que sólo duró un segundo, justo el tiempo necesario para sentir la tensión de mis músculos y mi cuerpo arqueándose en un esfuerzo inútil por absorber el impacto. Y el mundo alejándose a gran velocidad y el golpe seco, brutal, y el crujir de mis huesos. Y el dolor. Un dolor enorme, avasallador, insoportable, aunque sólo durara un instante.

Pero también, ¿y por qué no decirlo?, la íntima satisfacción de que la última imagen que brotara de mi mente fuera la suya, la de ella. Con ese mismo gesto, entre pícaro y expectante, que yo siempre ansiaba encontrar al salir de la obra; con esa alegría desenvuelta e impúdica con la que venía hacia mí y me echaba los brazos al cuello y me besaba la boca.

Y al final gritos, palabras inconexas, voces que rezuman desesperación y en las que creo reconocer a alguno de mis compañeros de tajo, mientras todo se vuelve oscuro, muy oscuro, cada vez más negro.

Nota del editor:

Sergio Ariza vivía con sus padres en un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera. Desde hacía unos seis meses trabajaba de peón sin contrato en una promoción de viviendas de su localidad. Allí, en la obra, en un almacén bajo llave todavía descansan perfectamente ordenados varias docenas de arneses, cascos y demás material de seguridad a la espera de alguna inspección rutinaria.