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lunes, 5 de abril de 2010

Instrucciones para escribir un cuento malo


Para escribir un cuento, un cuento malo o un cuento vulgar, como muchos de los que andan por el mundo, usted necesita una historia. Si en estos momentos dispone de una ¡enhorabuena!, se ha ahorrado usted buena parte del trabajo. Pero como las historias no siempre están ahí, a disposición del primero que llega, y como en no pocas ocasiones aunque se tengan en la punta de la lengua se resisten a salir, lo que le recomendamos es que se busque usted un protagonista.

Seleccione usted a su protagonista con cuidado. En principio da igual que sea un hombre o una mujer – escribir cuentos tiene la ventaja de que uno siempre se puede meter en la piel del otro (o de la otra) aunque sea de forma clandestina o incluso impostora –, también puede ser algún tipo de ente extraño producto de su fructífera imaginación, aunque no se haga demasiadas ilusiones con este tipo de seres porque, por muy extravagante o alejado de la realidad que queramos imaginarlo, siempre acabará mostrando rasgos humanos y su comportamiento no excederá en mucho del que pudiera desarrollar cualquier hombre o cualquier mujer. ¿Y eso por qué?, se preguntará usted. La respuesta es sencilla y obedece a la máxima cien veces comprobada de que, al fin y a la postre, los seres humanos sólo sabemos escribir sobre nosotros mismos.

Una vez creado el protagonista – o la protagonista, quede clara nuestra intención de no minusvalorar la entidad literaria de los personajes femeninos –, lo más conveniente es verlo. Sí, contemplarlo, y darle unos toquecitos con el dedo para que se mueva y se desperece. Es tan tierno verlo así, pequeñito aún, desvalido y, al fin y al cabo hijo de nuestra propia sangre, que lo más normal es que, casi de inmediato, se le tome cariño – aunque el autor no tiene más remedio que admitir, para no faltar a la verdad, que por algunos de los suyos ha llegado a sentir verdadero odio, hasta el punto de hacerles pasar, aunque sólo fuera en contadas ocasiones, por tormentos que no hubiera deseado a enemigos más merecedores de ellos –. En cualquier caso, observar al protagonista tiene como primer beneficio que la historia empieza a acotarse. Y eso por la sencilla razón de que, por mucha imaginación que le ponga usted al asunto, hay cosas que a determinados personajes no le pueden pasar. Supongamos que usted ha elegido como protagonista de su cuento a un profesor de instituto rechoncho, calvo y ensimismado en el estudio de los clásicos grecolatinos; pues bien, a nuestro querido profesor lo podrá abandonar su mujer, harta de soportar la indiferencia de un hombre que se comporta y conduce como si se tratara de un ciudadano de una polis del Asia Menor o de la Magna Grecia; también es posible que en uno de los pasillos de la biblioteca que habitualmente visita para realizar sus investigaciones, nuestro héroe se encuentre un día cara a cara con la muerte y que ésta, ataviada con todos sus atributos clásicos, lo emplace a mantener el diálogo definitivo; o incluso, no sería muy descabellado pensar – literariamente hablando – que al insigne profesor se le apareciese en una noche de insomnio el fantasma de uno de sus venerados autores, pongamos por caso el divino Virgilio, para revelarle algún dictado esencial para su vida o para la del resto de los mortales. Todo eso puede ser. Pero difícilmente a nuestro estudioso y cincuentón amigo se le puede ocurrir convertirse en matón o guardaespaldas a sueldo de un gánster adolescente y mucho menos factible resulta que además le sea admitida tal solicitud. Simplemente esas cosas no pasan.

Aclarado este punto, todavía nos queda por realizar un último trabajo con nuestro o nuestra protagonista – no nos cansaremos nunca de insistir sobre este punto –. Es decir, una vez seleccionado y conocido nuestro personaje central, llegado es el momento de ubicarlo, o dicho de otra manera, de situarlo en un espacio y una época concreta. No creemos necesario hacer más hincapié en la importancia de esta tarea, pero sí dejar claro que no se trata de un ejercicio árido e insufrible, todo lo contrario, para nosotros y para muchos de los autores más reputados, esta etapa constituye una de las más interesantes del juego literario por cuanto, además de mejorar notablemente la calidad de la obra terminada, uno siempre aprende algo. Lo que sí nos parece merecedor de que nos extendamos un poco más en nuestra exposición, es el famoso dilema de cómo plasmar esta labor de ubicación en su obra narrativa. Tras largos años de investigación sobre el tema y tras recoger los resultados, siempre fructíferos, de los numerosos debates habidos a lo largo y ancho de la historia conocida de la literatura, hemos llegado a la conclusión de que lo más acertado, amén de lo más útil, es proceder de forma directamente proporcional a la lejanía. Esto es, pongamos que usted ha elegido para ubicar a su personaje una época lejana o una ciudad de un país igualmente lejano o ambas a la vez; en ese caso lo más sensato, y también lo más artístico, es salpicar nuestro texto con abundantes referencias a calles, lugares emblemáticos, costumbres, personajes coetáneos, acontecimientos históricos, etc. de la ciudad o época elegida, talmente como si usted estuviera harto de pasear por esos lugares, o como si por una jugarreta del continuo espacio-tiempo – tan en boga en la literatura fantástica desde los primeros tiempos de la revolución científico-técnica – usted hubiera viajado a dicha época y hubiera conocido los hechos de primera mano. Pero si, por el contrario, usted ha optado por ubicar a su héroe o heroína en un lugar y en una época conocidos o incluso cotidianos para usted, su proceder debe ser el inverso y reducir las alusiones relacionadas con el lugar y el tiempo histórico donde el tal habita a una serie de pinceladas cortas, aunque claras y significativas, evitando llenar su cuento de una pléyade de detalles que por habituales sean de sobras conocidos por el lector y totalmente contrarios, por su relación personal con usted, al consabido carácter universal que debe presidir toda obra literaria.

Pues bien, elegido nuestro protagonista y debidamente situado en su contexto vital, usted ya conoce todo lo necesario acerca de él y, por lo tanto, ha llegado la hora de escoger su historia, o mejor dicho, el conjunto de acontecimientos que acaecerán en la vida del mismo desde el momento en el que se inicia la narración hasta que ésta concluya. Como usted habrá podido comprobar, el ramillete de situaciones que de forma verosímil se le pueden ofrecer a estas alturas ya se ha reducido mucho, hecho que le facilitará no poco su elección. De todas formas permítanos un consejo: elija una de las primeras historias que se le vengan a la cabeza. Lo peor que le puede ocurrir a un narrador – sobre todo si, como es su caso, se trata de un narrador novel – es que se noten en demasía sus, por otra parte lógicas, pretensiones de originalidad. Recuerde que la mejor historia es siempre aquella que a usted o a cualquier persona corriente le llame la atención, o dicho más literariamente, le coja un pellizco en algún repliegue del alma y no necesariamente la más elaborada o la más estrambótica – dicho esto sin intención alguna por nuestra parte –.

Llegados hasta aquí, a usted no se le habrá escapado el hecho en apariencia paradójico de que, si bien hemos avanzado mucho, todavía no hemos empezado a escribir su cuento. Eso sí, usted dispone ya de un número nada desdeñable de notas, apuntes, localizaciones...pero escribir, lo que se dice escribir, usted no ha escrito ni una sola línea. No olvide que la paciencia no es el menor de los atributos que adornan a un buen escritor y que, a la postre, una dedicación perseverante es la mejor garantía de éxito. Sin embargo, hemos de comunicarle que las horas de trabajo oscuro ya han terminado y que, en consecuencia, ha llegado la hora de plasmar sobre el papel su ansiado cuento. Normalmente usted puede optar entre dos sistemas para hacerlo:
1.Contar la historia por su orden natural, o dicho de otra forma, tal y como usted la ha inventado, empezando por el principio y siguiendo su secuencia lógica hasta llegar a su natural culminación.
2.Haga usted su historia cachitos, es decir, divídala en trozos o fragmentos dotados de sentido y vaya después uniéndolos como si de las piezas de un puzle o rompecabezas se tratara. De esta forma el lector suele experimentar una agradable sensación de deslumbramiento cuando consigue formar la imagen al completo. No obstante, un autor avispado debe evitar que la fragmentación del texto sea tal que al lector se le haga demasiado difícil seguir el proceso de reconstrucción y abandone la lectura antes de llegar a su feliz término.

Por último, y para seguir fielmente los cánones del genero, debería usted planificar con especial cuidado el final de su cuento. En efecto, no hallará usted a ningún experto en la materia que no le confirme que todo cuento bueno, malo o regular precisa de un buen final, de una conclusión que haga honor y aún magnifique la historia que se quiere contar. En lo que se refiere a tan peliaguda cuestión, nuestro consejo es que vuelva a elegir entre dos posibilidades:
a)Escoja usted un final fuerte, sorprendente, acabado. Un final que cierre la narración como la línea de una circunferencia cierra a un círculo perfecto. Este tipo de finales suele contar con la ventaja de despertar la fascinación del lector y, de paso, su admiración por el ingenio demostrado por el escritor, en este caso usted.
b)La otra posibilidad es buscar lo que ha dado en llamarse un final abierto. Un final sin final. O lo que es lo mismo, una conclusión que no resuelva nada pero que sea capaz de sugerir distintas vías de resolución y/o explicación del nudo narrativo. La principal cualidad de optar por este tipo de finales es que apelan siempre a la complicidad del lector y a su participación activa, convirtiendo así al texto escrito en un acto de comunicación bidireccional. (Sobre esta cuestión tan traída y llevada en la literatura contemporánea hablaremos más por extenso en otra ocasión).

Y ahora, por fin, a escribir. Ahora es cuando usted, sentado frente a la hoja en blanco o ante el teclado de su ordenador o computadora – que los dos términos son correctos en castellano – debe ir desgranando punto por punto su cuento, o como diría un clásico, lo hará crecer desde el orto al ocaso, desde su alfa hasta su omega. Estamos pues, ni más ni menos que en el umbral del fascinante mundo de las palabras, verdaderas herramientas del escritor. Pero antes de darle algunos modestos consejos sobre el correcto uso de tan esclarecidas herramientas, permítasenos incluir unas pocas líneas sobre el abstruso y siempre resbaladizo tema del estilo. En una primera aproximación definiríamos estilo como la forma peculiar en la que cada escritor utiliza la constelación de términos contenidos en cualquier lengua y se sirve del arsenal de recursos literarios necesarios para llevar a buen puerto su labor narrativa. Así, amén de los temas tratados y de otros elementos que también configuran su universo literario, cada autor se diferenciará de otro precisamente por esa forma peculiar de utilizar la lengua en la que escribe y los recursos estilísticos que atesora. En ese sentido, no es necesario ponderar la importancia que tendría para usted como escritor el ir dotándose progresivamente de su propio estilo, de su voz personal dentro del panorama literario. Ahora bien, recuerde: progresivamente – conviene no olvidar que todas las palabras incluidas en estas instrucciones tienen su importancia y ninguna se ha colado de rondón o por la puerta de atrás –. Esta progresividad a la que aludimos tampoco es cuestión baladí, sobre todo si tenemos en cuenta que muchos escritores en ciernes se han malogrado, abandonando el bello ejercicio al que se sentían llamados, precisamente por una precoz y desmesurada obsesión por dar con un estilo propio, original, definitorio. Craso error. No encontrará usted a ningún escritor experimentado que no le confirme que el proceso de adquisición y desarrollo de un estilo personal es una de las tareas más arduas, a la vez que sosegadas y pacientes, de las que conforman este oficio. Por lo tanto usted, escritor novel, no debería preocuparse, al menos en sus principios, de un tema que, sin duda, excederá de sus posibilidades. Por lo pronto, es más sensato y productivo que centre usted sus esfuerzos y sus desvelos en intentar contar sus historias, componer sus cuentos, de una manera correcta y clara; lo demás, para usar la cita evangélica, se le dará por añadidura.

Pero como lo prometido es deuda, pasemos a hablar de las palabras: herramientas, sillares y argamasa del oficio literario. Son éstas seres curiosos, volubles y, nos atreveríamos a decir que, antojadizos. Del mismo modo se trata de criaturas quisquillosas y bastante desobedientes, lo cual usted podrá corroborar enseguida, en cuanto se percate de lo difícil que es hacerlas fluir regularmente cuando más se las necesita. Tenga usted en cuenta, que para alcanzar un buen gobierno sobre seres de esta naturaleza es necesario aunar la debida autoridad con grandes dosis de cariño. Hágales ver desde el primer momento quién ostenta en estas lides el mando y la potestad, pero a un tiempo mímelas, demuéstreles todo el amor y la consideración que ellas le merecen. Muéstrese firme en sus planteamientos pero condúzcalas con cuidado y guante de seda.
Otro consejo. Nuestras queridas palabras suelen estar dotadas de un cierto carácter gatuno y, como a tales felinos, les agrada sobremanera que se les acaricie, pero siempre a su ser natural, porque si por descuido o imposición se les pasa la mano a contrapelo tienden a ponerse nerviosas e incluso pueden llegar a revolverse contra su legítimo dueño. En consecuencia, no las fuerce, ya que como decía un reconocido narrador aún en activo, la primera obligación de un lenguaje literario es no molestar. Debe usted aspirar a que su prosa sea tersa y suave al tacto y al oído, pues cuanto más abrupta y arriscada se manifieste, más difícil será que las palabras se sientan a su gusto en ella y más posibilidades habrá de que se vuelvan adustas y levantiscas.
Considere, por otra parte, que nuestras queridas palabras gustan también de hacer sus propias amistades, por lo que no es muy recomendable separarlas o aislarlas de su propio entorno o ambiente natural, esto, lejos de ser un inconveniente – como usted mismo podrá constatar en cuento empiece a frecuentarlas – debe ser considerado incluso una ventaja, puesto que por esta tendencia si tiramos con cuidado de una de ellas, podremos observar como las que le son más próximas, aquellas que forman parte de su círculo más íntimo y familiar, brotan enseguida, a modo de racimo o guirnalda, dulcemente engarzadas a esta primera que usted seleccionó.

Y por la presente nada más. De la misma forma que un río tiene que llegar al mar, toda tarea debe llegar a su fin, por muy grata que ésta nos resulte. Por consiguiente, si usted ha seguido fielmente estas instrucciones y ponderado en lo que se merecen los consejos y recomendaciones que de ellas se desprenden, es muy probable que a estas alturas ya sea el satisfecho autor o autora de un cuento malo o vulgar.

Ahora bien, si en el ínterin usted ha sido capaz de instilar en su labor narrativa unas gotas de talento, si ha logrado escribir algo que le diga algo a alguien, si por ventura usted ha entrevisto ese rayo intangible, ha rozado esa quimera posible, ha traspasado ese umbral extraño que, a falta de otra palabra mejor, llamamos literatura; entonces es posible que usted haya escrito un buen cuento. En ese caso, lo mejor que puede hacer es disponerse a escribir otro y luego otro más, pero antes no olvide tirar estas instrucciones en el primer contenedor de reciclaje que encuentre.

domingo, 17 de enero de 2010

Narremos


“El narrador quiere saber y por eso narra”.
Belén Gopegui. La conquista del aire.

Si hemos de ser narradores entonces... narremos. Narremos las historias que subyacen o se filtran en la Historia (con mayúsculas de oficial), contemos nuestros particulares descensos a las sentinas de nuestras vidas vulgares o de las vulgares vidas de los demás. Asumamos que el más pobre de los mortales en su estado de alienación más extremo es capaz de crear, que quizás ya a bordo del vagón que nos encarrila hacia las regiones del sueño todo hombre y toda mujer han parido alguna vez un verso, un minúsculo cuento o una sola frase que les es propia.

Narremos usando y abusando de nuestra libertad. De nuestra capacidad de decir y de contar lo que nos venga en gana, pero también de la libertad orwelliana que consiste en “el derecho de decir a los demás lo que no quieren oír”. La libertad que nos garantiza que lo que contemos podrá ser bueno o malo, compartido o no, podrá correr veloz al encuentro de quien lo lea o arrastrarse apoyándose en las muletas de nuestra impericia. Pero que en cualquier caso será completamente, irrevocablemente nuestro.

Narremos con sinceridad, sin subterfugios, con la lealtad que nos debemos a nosotros mismos. Para que, al menos en el terreno de la ficción, podamos caminar sin tendernos trampas, sin esa suerte de venda traslúcida que nos solemos colocar para andar por la vida, conscientes de que es preferible la tibieza agridulce del engaño a la contemplación descarnada de los horrores que nos rodean. No sea así entre nosotros, hagamos el esfuerzo de querer mirar, corramos el riesgo de convertirnos en estatuas de sal ante la visión de un mundo con dios pero sin hombres, repleto pero vacío. Y contemos cuanto veamos, sabedores de que nuestra mirada será única, esperanzados en que nuestra voz (débil, sesgada, inconexa si se quiere) pueda contribuir a que otras vendas caigan, a que otros ojos miren.

Narremos para saber. Porque hemos sido abandonados en territorio hostil sin brújula ni manual de instrucciones, extraños en un proyecto frustrado de paraíso. Necesitamos buscar las salidas, trazar caminos, componer lo descompuesto. Necesitamos saber. Y por eso narramos insatisfechos, a la espera, investigando nuestros deseos y nuestras acciones (y los deseos y las acciones de otros), ansiosos de ver si en ese constante entrecruzarse de historias somos capaces de hallar tierra firme, el reducido pero imprescindible espacio en el que hacer pie para catapultarnos hacia otra cosa que no sabemos lo que es pero que sí sabemos lo que no queremos que sea.

Narremos por necesidad, narremos para vivir, narremos para poder gritar, narremos como nuestra forma particular de luchar o de sufrir.

Entonces...

Érase una vez,

jueves, 23 de julio de 2009

Reempezar


Tampoco es para tanto. Al fin y al cabo a todo el mundo le pasa. Empieza uno algo y luego el tiempo, las obligaciones, la desgana, que se yo... tantas cosas; hacen que lo iniciado se quede en eso, en simple inicio. Algo así le ocurrió a este blog.

Pero desde hace unos días me dio por abrirlo y releer lo escrito y, la verdad, no me pareció tan malo. Bien es verdad que estoy de vacaciones y eso siempre da para recapitular sobre algunas cosas, así que es posible que cuando las responsabilidades vuelvan a apretar “mi paredro” retorne a la oscuridad y al silencio.

También he pensado que como, a día de hoy, colaboro en algunos otros sitios; este espacio debería quedar reservado para recoger los aspectos más personales del acontecer, el pensamiento y las emociones del diario. En ese sentido mi paredro, ese extraño ser creado por el maestro Julio Cortázar como expresión de ese otro yo latente en cada uno de nosotros, pasaría a ser el alter ego de el yo íntimo y cotidiano, algo así como un alma menor, humilde y un poco tímida que ocupa un rinconcito aparte dentro de la “confederación de almas” de la que hablaba Tabucchi en Sostiene Pereira, pero que también necesita de un espacio sencillo en el que dejar oír su tenue voz.

En fin, que no prometo regularidad, ni transcendencia; tampoco objetividad, ni rigor. Más bien el escribir a vuelapluma, con simplicidad y grandes dosis de honestidad. A quien se encontrare este espacio en su camino por la red, sólo advertirle de que ya sabe a lo que se arriesga.

Un saludo.

jueves, 4 de octubre de 2007

Comienzo

Todo en este mundo tiene su principio, probablemente también su final. Hoy inicio el trabajo en este escritorio y qué mejor manera de hacerlo que con una mínima declaración de intenciones.

En primer lugar no pretendo convertirme en un personaje popular (hace ya tiempo que esas esperanzas vanas están lejos de mí).
Tampoco es mi intención pontificar sobre nada o sobre nadie.
Tan sólo me basta con ver escrito en algún sitio algo de lo que, con tanto esfuerzo, he logrado parir. Eso y volcar hacia fuera algunas de mis opiniones, de mis anhelos y, ¿por qué no?, de mi rebeldía ante el mundo y la sociedad en la que me ha tocado vivir.

Si por el camino me encuentro con alguien, bienvenido sea. Si no, con sentirme a gusto con lo que escribo tengo más que suficiente.

"Un escritor que no escribe es, de hecho, un monstruo merodeando la locura."

Franz Kafka.