
Al contrario de lo que suele ocurrirle a los hombres maduros, y Cipriano ciertamente lo es, rara vez se le escuchará lamentarse por el tiempo perdido ni recurrir, antes o después del obligado suspiro, a frases tales como: “aquellos sí que eran buenos años, quién los pillara ahora”. Tampoco es dado a fantasear con las fuerzas juveniles que aún le quedan ni a relatar proezas realizadas al amparo de la inconsciencia que supuestamente autorizan los pocos años. No, decididamente Cipriano no es de esos. En este tema, como en otros muchos, prefiere andar a solas por caminos menos hollados que discurrir por donde acostumbra a hacerlo la mayoría. Y no por esnobismo o por ganas de llevar la contraria, sino simplemente porque la experiencia ya se ha encargado de enseñarle que de nada sirve esforzarse por hacer real lo que no lo es.
Por el contrario, cuando Cipriano mira hacia atrás a los tampoco tan lejanos años de su adolescencia y primera juventud, lo más que vislumbra es un extenso páramo de silencios, inseguridades e impotencias. Un tiempo lento, empleado básicamente en desear que concluyera cuanto antes, con la esperanza, no muy fundada, de que fuera lo que fuese lo que le estaba sucediendo, al final acabara desembocando en un estado en el que fuera posible sentirse dueño de sí mismo, libre al fin para tomar sus propias decisiones, sin necesidad de estar afirmándose continuamente ante una realidad que no le pertenecía ni viéndose de continuo arrastrado por fuerzas internas o externas pero, en cualquier caso, imposibles de controlar.
Pongamos un ejemplo: el primer amor. Allí donde casi todo el mundo encuentra un espacio de solaz y bellas ensoñaciones, Cipriano sólo recuerda un rosario de esperas infructuosas a la puerta de un colegio (la elegida de su corazón, además de esquiva, era algo torpe y ya había repetido más de un curso), desplantes e intentos de aproximación nunca coronados por el éxito. De poco le consuela el hecho, por otra parte más bien irónico aunque cierto, de que la altiva criatura de sus desvelos viniera a ofrecérsele un par de años después cuando sus hormonas ya le llevaban al galope tras otra beldad, bien es verdad que no con mejores resultados prácticos. O sea, que de despertar sexual, como cualquiera, pero de miradas tiernas, lánguidos besos y escenas románticas al atardecer, nada de nada, al menos no entonces, que cuando la cosa llegó, que también llegó, Cipriano ya había trotado mucho por esos mundos que dicen de dios.
Y qué decir de la primera fiesta, ese universo iniciático y transgresor que por aquel entonces consistía en una reunión nocturna, por lo general temática, donde entre música de tocadiscos o radio-cassette, mucho humo, luces deliberadamente disminuidas y bebidas alcohólicas de bajo precio y menos calidad, un grupo de saludables jóvenes de ambos sexos se entregaban al baile, a los roces subrepticios de carnosidades ajenas y a los primeros escarceos y embriagueces. La que recuerda Cipriano era de “elegantes”, así que ayudado por un buen amigo, que para esos casos siempre se encontraba alguno, y no tras pocos intentos, consiguió la hazaña de resolver el galimatías que para ambos representaba el famoso nudo de la corbata, prenda esta que previamente había sustraído, junto con una chaqueta, del ropero de su padre. Lástima que la nefasta combinación de colores le otorgara más vitola de fantoche que de elegante, pero ni lo clandestino del préstamo ni la urgencia del caso dieron para más. Luego en la fiesta sólo rápidos, que para los bailes lentos la más que perfectible organización del evento no había previsto parejas para todos. A no ser una criatura poco agraciada y bastante bebida que le tocó en suerte ya avanzada la noche y que se le desmadejó entre los brazos al segundo giro, por lo que tuvo que ser escoltada al cuarto de baño por dos solícitas amigas de esas que siempre están al quite, que ni a eso tuvo derecho Cipriano. Al final, no le quedó más remedio que compartir brebajes con el otro infortunado encargado de cambiar los discos y atender las peticiones del público, de lo que sólo pudo sacar en claro una borrachera más que mediana y un insoportable dolor de cabeza al día siguiente.
Atendiendo a estos precedentes, no es de extrañar que Cipriano se sienta mejor tal y como está ahora, con más años pero con menos sinsabores. Y no porque su espíritu sea en sí mismo contentadizo, ni porque sea otro de esos casos que vienen a confirmar el famoso dicho de que quien no se consuela es porque no quiere, que de sinsabores está llena la vida, ahora tanto como antes, y de rebeldías también alberga las suyas nuestro amigo. Es sencillamente la madurez. Esa situación o estado en el que los embates del devenir, bien por repetidos, bien porque la experiencia ya se ha encargado de hacernos saber que rara vez son definitivos, nos pillan con más armas para combatirlos o con más cintura para esquivarlos, y el paso de los años nos enseña que todo tiene su tiempo y que muy pocas son las cosas y las situaciones en las que uno se juega la vida a una carta, que bien mirado, casi todo puede esperar a mañana, cuando la cabeza esté más despejada y el ánimo más dispuesto.
En resumen, que como él mismo no duda en defender, Cipriano es de la opinión de que, por mucho que diga el poeta, no siempre cualquier tiempo pasado fue mejor.