
El sol. Seguro que fue el sol lo que se me metió en la cabeza. Si no cómo explicarlo. Si no como llamar a ese todo luminoso e incandescente que me acribilló los ojos cuando levanté la mirada. O puede que el cansancio, la pesadez de las horas interminables en lo alto de ese andamio, la falta de sueño del último fin de semana. O la sed, ese animal resentido que se aferraba a mi garganta y me pegaba la lengua al cielo de la boca. No, no lo sé... y cada vez estoy más convencido de que nunca llegaré a saberlo.
Lo que sí alcanzo a recordar de una forma extraña, arrítmica como una sucesión de fotogramas en una película mal proyectada; es que empecé a retroceder, a dar un paso hacia atrás, dos, quizá tres... hasta que el último de ellos se encontró con la nada. Entonces vino el pánico. Un miedo simple, puro, atroz, que me atenazó por dentro al sentir el cambio brusco de posición, al ver a mis brazos extenderse como si no fueran míos, al notar la crispación de mis manos buscando un asidero, un mísero centímetro cuadrado de solidez donde poder albergar la tenue esperanza de que todo fuera un sueño del que habría de despertar.
Luego el trayecto interminable. En medio de una incomprensible sensación de euforia que sólo duró un segundo, justo el tiempo necesario para sentir la tensión de mis músculos y mi cuerpo arqueándose en un esfuerzo inútil por absorber el impacto. Y el mundo alejándose a gran velocidad y el golpe seco, brutal, y el crujir de mis huesos. Y el dolor. Un dolor enorme, avasallador, insoportable, aunque sólo durara un instante.
Pero también, ¿y por qué no decirlo?, la íntima satisfacción de que la última imagen que brotara de mi mente fuera la suya, la de ella. Con ese mismo gesto, entre pícaro y expectante, que yo siempre ansiaba encontrar al salir de la obra; con esa alegría desenvuelta e impúdica con la que venía hacia mí y me echaba los brazos al cuello y me besaba la boca.
Y al final gritos, palabras inconexas, voces que rezuman desesperación y en las que creo reconocer a alguno de mis compañeros de tajo, mientras todo se vuelve oscuro, muy oscuro, cada vez más negro.
Nota del editor:
Sergio Ariza vivía con sus padres en un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera. Desde hacía unos seis meses trabajaba de peón sin contrato en una promoción de viviendas de su localidad. Allí, en la obra, en un almacén bajo llave todavía descansan perfectamente ordenados varias docenas de arneses, cascos y demás material de seguridad a la espera de alguna inspección rutinaria.