domingo, 21 de octubre de 2007

Casi a diario


El sol. Seguro que fue el sol lo que se me metió en la cabeza. Si no cómo explicarlo. Si no como llamar a ese todo luminoso e incandescente que me acribilló los ojos cuando levanté la mirada. O puede que el cansancio, la pesadez de las horas interminables en lo alto de ese andamio, la falta de sueño del último fin de semana. O la sed, ese animal resentido que se aferraba a mi garganta y me pegaba la lengua al cielo de la boca. No, no lo sé... y cada vez estoy más convencido de que nunca llegaré a saberlo.

Lo que sí alcanzo a recordar de una forma extraña, arrítmica como una sucesión de fotogramas en una película mal proyectada; es que empecé a retroceder, a dar un paso hacia atrás, dos, quizá tres... hasta que el último de ellos se encontró con la nada. Entonces vino el pánico. Un miedo simple, puro, atroz, que me atenazó por dentro al sentir el cambio brusco de posición, al ver a mis brazos extenderse como si no fueran míos, al notar la crispación de mis manos buscando un asidero, un mísero centímetro cuadrado de solidez donde poder albergar la tenue esperanza de que todo fuera un sueño del que habría de despertar.

Luego el trayecto interminable. En medio de una incomprensible sensación de euforia que sólo duró un segundo, justo el tiempo necesario para sentir la tensión de mis músculos y mi cuerpo arqueándose en un esfuerzo inútil por absorber el impacto. Y el mundo alejándose a gran velocidad y el golpe seco, brutal, y el crujir de mis huesos. Y el dolor. Un dolor enorme, avasallador, insoportable, aunque sólo durara un instante.

Pero también, ¿y por qué no decirlo?, la íntima satisfacción de que la última imagen que brotara de mi mente fuera la suya, la de ella. Con ese mismo gesto, entre pícaro y expectante, que yo siempre ansiaba encontrar al salir de la obra; con esa alegría desenvuelta e impúdica con la que venía hacia mí y me echaba los brazos al cuello y me besaba la boca.

Y al final gritos, palabras inconexas, voces que rezuman desesperación y en las que creo reconocer a alguno de mis compañeros de tajo, mientras todo se vuelve oscuro, muy oscuro, cada vez más negro.

Nota del editor:

Sergio Ariza vivía con sus padres en un barrio cualquiera de una ciudad cualquiera. Desde hacía unos seis meses trabajaba de peón sin contrato en una promoción de viviendas de su localidad. Allí, en la obra, en un almacén bajo llave todavía descansan perfectamente ordenados varias docenas de arneses, cascos y demás material de seguridad a la espera de alguna inspección rutinaria.

sábado, 20 de octubre de 2007

Kamchatka.0


Como dice Harry (el niño) al final de la de la película de Marcelo Pyñeiro, Kamchatka es el lugar donde resistir. Algo así es este escritorio, esta ciudad. El lugar donde resisto. El ámbito y el hábitat donde organizo o focalizo mi resistencia personal (la única que de verdad cuenta).

Porque resistir no es aguantar el chaparrón, ni sentarse al amor de la lumbre a esperar que pase la tormenta o a que vuelvan los buenos tiempos. Lo más probable es que la tormenta nunca acabe de pasar y que los buenos tiempos, si es que alguna vez lo fueron, nunca vuelvan.


Resistir es afianzar los pies en el suelo, hundir las raíces en las entrañas de la Madre Tierra y, con ese impulso, con esos jugos esenciales iniciar la paciente labor de zapa (como el topo al que toma como símbolo del resistente Daniel Bensaid). La labor que consiste en negarse a transigir, en decir un no grande y rotundo y, al mismo tiempo, trabajar diariamente en la apertura de senderos, en la construcción de galerías, en la paciente trabazón de complicidades a la espera de estar plenamente dispuestos, totalmente pertrechados, el día en que resistir no sea ya necesario.


Pero resistir... ¿para qué?, o mejor, ¿a qué? Se nos dirá que ya no estamos en la Argentina de 1.976 o en los oscuros años de la dictadura franquista. Se nos hará ver que los milikos ya no pasean su ferocidad obscena por las calles y que las reuniones clandestinas ya no acaban en los negros calabozos de la Guardia Civil...¿o sí?


Pues sí. Resistir precisamente a eso. A pensar que todo pasó. A creer que todo está en su sitio y que el mundo, la vida, nuestra vida, discurre plácidamente, con los sobresaltos estrictamente imprescindibles, por los únicos raíles posibles, por la vía natural que ninguna fuerza humana (o sobrehumana) debió nunca torcer o intentar enmendar.


Resistir a la ceguera de no querer ver la victoria y el triunfo. El triunfo y la victoria de quienes hacen del mundo comercio, de la vida negocio, del dolor moneda de cambio y de nosotros, de cada uno de nosotros, una fuente razonablemente perdurable de beneficio. Pero también a la ceguera de no saber ver que esa victoria, que ese triunfo, no son definitivos ni mucho menos irreversibles.


Resistir a dejar de ser yo, o tú, o él, o ella. Resistir a hundirnos y desvanecernos bajo las engañosas y alienantes etiquetas de consumidor, usuario, votante o ciudadano. Resistir a transmutarnos en escarabajos acumuladores de bienes y cosas, pero también acumuladores de miedo, del miedo cerval a perder los unos y las otras por un impredecible revés de la fortuna, o lo que es aún peor, por estar en el bando equivocado en el momento más inoportuno.


Resistir, en suma, a dejar de pensar y resistir a que nos digan cuándo, cómo y en qué sentido hacerlo.


Como sucede con todas las cosas verdaderamente importantes, cada cual debe buscar su lugar, su porqué, su forma de resistencia. La suya, la personal, la que cuenta. La que luego podrá compartir con otros o no. Después de mucho vagar, de mucho buscar, de tropezar para volver a recuperar el pie más veces de las que hubiera deseado; creo haber descubierto que mi foco de resistencia está aquí, en esta ciudad, en este escritorio, bajo el amparo de la forma informe de mi paredro.


Por eso seguiré luchando (o escribiendo, que para mí viene a ser lo mismo) para no dejarme llevar, para seguir diciendo que no y para que, como canta Silvio, el día del Armagedón me halle soñando bien alerta donde esté a salvo de perdón.


Por eso seguiré escribiendo desde Kamchatka.

jueves, 4 de octubre de 2007

Comienzo

Todo en este mundo tiene su principio, probablemente también su final. Hoy inicio el trabajo en este escritorio y qué mejor manera de hacerlo que con una mínima declaración de intenciones.

En primer lugar no pretendo convertirme en un personaje popular (hace ya tiempo que esas esperanzas vanas están lejos de mí).
Tampoco es mi intención pontificar sobre nada o sobre nadie.
Tan sólo me basta con ver escrito en algún sitio algo de lo que, con tanto esfuerzo, he logrado parir. Eso y volcar hacia fuera algunas de mis opiniones, de mis anhelos y, ¿por qué no?, de mi rebeldía ante el mundo y la sociedad en la que me ha tocado vivir.

Si por el camino me encuentro con alguien, bienvenido sea. Si no, con sentirme a gusto con lo que escribo tengo más que suficiente.

"Un escritor que no escribe es, de hecho, un monstruo merodeando la locura."

Franz Kafka.