sábado, 20 de octubre de 2007

Kamchatka.0


Como dice Harry (el niño) al final de la de la película de Marcelo Pyñeiro, Kamchatka es el lugar donde resistir. Algo así es este escritorio, esta ciudad. El lugar donde resisto. El ámbito y el hábitat donde organizo o focalizo mi resistencia personal (la única que de verdad cuenta).

Porque resistir no es aguantar el chaparrón, ni sentarse al amor de la lumbre a esperar que pase la tormenta o a que vuelvan los buenos tiempos. Lo más probable es que la tormenta nunca acabe de pasar y que los buenos tiempos, si es que alguna vez lo fueron, nunca vuelvan.


Resistir es afianzar los pies en el suelo, hundir las raíces en las entrañas de la Madre Tierra y, con ese impulso, con esos jugos esenciales iniciar la paciente labor de zapa (como el topo al que toma como símbolo del resistente Daniel Bensaid). La labor que consiste en negarse a transigir, en decir un no grande y rotundo y, al mismo tiempo, trabajar diariamente en la apertura de senderos, en la construcción de galerías, en la paciente trabazón de complicidades a la espera de estar plenamente dispuestos, totalmente pertrechados, el día en que resistir no sea ya necesario.


Pero resistir... ¿para qué?, o mejor, ¿a qué? Se nos dirá que ya no estamos en la Argentina de 1.976 o en los oscuros años de la dictadura franquista. Se nos hará ver que los milikos ya no pasean su ferocidad obscena por las calles y que las reuniones clandestinas ya no acaban en los negros calabozos de la Guardia Civil...¿o sí?


Pues sí. Resistir precisamente a eso. A pensar que todo pasó. A creer que todo está en su sitio y que el mundo, la vida, nuestra vida, discurre plácidamente, con los sobresaltos estrictamente imprescindibles, por los únicos raíles posibles, por la vía natural que ninguna fuerza humana (o sobrehumana) debió nunca torcer o intentar enmendar.


Resistir a la ceguera de no querer ver la victoria y el triunfo. El triunfo y la victoria de quienes hacen del mundo comercio, de la vida negocio, del dolor moneda de cambio y de nosotros, de cada uno de nosotros, una fuente razonablemente perdurable de beneficio. Pero también a la ceguera de no saber ver que esa victoria, que ese triunfo, no son definitivos ni mucho menos irreversibles.


Resistir a dejar de ser yo, o tú, o él, o ella. Resistir a hundirnos y desvanecernos bajo las engañosas y alienantes etiquetas de consumidor, usuario, votante o ciudadano. Resistir a transmutarnos en escarabajos acumuladores de bienes y cosas, pero también acumuladores de miedo, del miedo cerval a perder los unos y las otras por un impredecible revés de la fortuna, o lo que es aún peor, por estar en el bando equivocado en el momento más inoportuno.


Resistir, en suma, a dejar de pensar y resistir a que nos digan cuándo, cómo y en qué sentido hacerlo.


Como sucede con todas las cosas verdaderamente importantes, cada cual debe buscar su lugar, su porqué, su forma de resistencia. La suya, la personal, la que cuenta. La que luego podrá compartir con otros o no. Después de mucho vagar, de mucho buscar, de tropezar para volver a recuperar el pie más veces de las que hubiera deseado; creo haber descubierto que mi foco de resistencia está aquí, en esta ciudad, en este escritorio, bajo el amparo de la forma informe de mi paredro.


Por eso seguiré luchando (o escribiendo, que para mí viene a ser lo mismo) para no dejarme llevar, para seguir diciendo que no y para que, como canta Silvio, el día del Armagedón me halle soñando bien alerta donde esté a salvo de perdón.


Por eso seguiré escribiendo desde Kamchatka.

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