No es extraño en Cipriano que, de improviso, en el momento menos pensado,recuerde el día en que se enamoró. Esto no quiere decir que en su vida no haya habido otros amoríos, que otras personas no hayan ocupado un lugar en sus pensamientos durante algún tiempo. Lo que sucede es que después de aquella vez nada de lo vivido podría ser calificado en justicia como amor y nada de lo sentido puede, para Cipriano, alcanzar el rango reservado al concepto“estar enamorado”. Hasta aquí nada se sale de lo que debería ser habitual en una persona dotada de sentimientos y que, además, tiene la suerte de encontrar en su camino a otra capaz de despertárselos. Lo excepcional, en el caso de Cipriano, es que este día no siempre coincide. O dicho de otra forma, en las charlas recordatorias que mantiene con Ella ese día no es siempre el “oficial”.
Expliquémonos. Por lo general cuando el tipo de charlas al que antes nos referíamos tiene lugar, cosa que suele ocurrir con bastante frecuencia, lo normal es que el río de las remembranzas les lleve hasta las luces de un coche que alumbra una carretera que lleva a Portugal, a una ruta de pueblos sin nombre definido y bosques de encinas apenas entrevistos al trazar cada curva. También, a la conversación interminable y a una mano que se posa y a un puesto fronterizo deshabitado, como si todas las fronteras, las terrestres y las otras, se hubieran venido abajo de pronto en la misma noche. Y luego, los muros blanquecinos de una vetusta ciudad portuguesa engrandeciéndose ante el cristal o los árboles oscuros de una plaza desierta por la que ambos pasean a esa hora irreal que precede al amanecer o incluso, al sabor dulce e intenso de un “bica” acompañado con algo que debían ser tostadas y que por arte de magia, de magia portuguesa, acabó convertido en una cosa de lo más parecido a un sándwich de jamón y queso, y que, sin embargo, ambos devoraron entre risas en un bar sólo frecuentado a esas horas por operarios municipales. Y por último, el viaje de vuelta, un tránsito soñoliento a través de un paisaje que nada tenía que ver con el de la noche anterior, como si el tiempo también se rezagara intentando aplazar el insoslayable reingreso en la realidad.
Pues bien, a pesar de ello cuando Cipriano piensa a solas o cuando, en mitad de una lectura o de un trayecto en coche, empieza a conversar consigo mismo, el recuerdo es otro. Para empezar el escenario cambia, aunque también sea de noche. Ahora él está frente al mar en uno de esos miradores que abundan en los paseos marítimos de las ciudades de la costa. Ella está a su lado, al menos ella cuando todavía no era Ella o cuando sí pero todavía no. Sus cuerpos se acercan, se rozan y se apegan de una manera equívoca, envueltos en una lluvia prescindible, superflua. Enfrente el mar se encrespa y se alborota y a través del estruendo, salpicada por la espuma, ella (que aún no es Ella), está hablando y dice:
¬ En ese mar tan hermoso ellos se hunden y ahí mueren.
Cipriano sabe a qué se refiere, sabe que habla de naufragios, de sueños destrozados entre el oleaje y la noche, de pateras, de la miserable muerte de los que huyen de la miseria; y sabe que ella llora mientras habla, aunque sus lágrimas se confundan con las gotas de lluvia. Entonces, justo en ese instante, el tiempo se detiene, como si se hubiera quedado suspendido de la redondez de una lágrima o de un jirón de espuma y no hay nada más que ellos dos y el mar y la noche. Y todo queda ahí, al menos hasta que, desde un tiempo o un espacio remotos, unas voces llegan y se imponen como esos sonidos que se cuelan en nuestros sueños hasta arrancarnos dolorosamente de donde habíamos decidido quedarnos aunque sólo fuera un poco más. Voces de compañeros que los llaman, que gritan sus nombres y los hacen volver al mundo de los demás.
Luego, una confusa despedida y un camino de vuelta a una casa que ya, ahora lo sabe, no puede ser la suya. A pie, bajo una lluvia ahora sí perceptible, sintiendo el frío que se filtra a través de la gabardina completamente calada y el sabor de un cigarrillo húmedo apenas protegido por el dorso de la mano, en su cabeza retumba un solo pensamiento que es un martilleo, un pensamiento que alberga la cobardía:
“No puede ser... sólo conseguiría perderla”.
Los años, uno tras otro, han ido pasando desde aquel día y Ella sigue a su lado. De alguna manera, para Cipriano, este hecho, en apariencia tan simple, no deja de ser una sorpresa cotidiana, sobre todo cuando piensa en lo difícil que debe resultar para cualquier persona soportar sus impredecibles cambios de humor, sus ensimismamientos, sus prisas y sus pausas, esa forma desordenada de vivir dentro del orden más estricto, en fin, todo lo que Ella, con grandes dosis de piedad, llama “sus rarezas”. Por su parte, lo único que puede decir sin temor a equivocarse es que si algo tiene claro en esta vida es que, si volviera a nacer, recorrería todo el mundo, atravesaría todos los mares, traspondría todas las montañas para volver a encontrarla de noche, bajo la lluvia, frente al mar.

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