sábado, 24 de abril de 2010

Vida de Juanillo "El Niño"


Juanillo “El Niño” siempre quiso ver el mar. Lo quiso desde chico, desde que su padre, que hiciera el servicio militar en la marina por los puertos de Cartagena, le contara historias de barcos y de marineros, de calmas y de temporales y de mares embravecidos que albergaban bestias tan antiguas que superaban la memoria de los hombres.

Juanillo “El Niño” siempre vivió en su pueblo, encadenado a la tierra, único destino posible y único medio de subsistencia para su prole. Pero muchas veces, mientras comía la talega bajo la sombra de un chaparro a las horas de la calor, mientras contemplaba como el viento reseco y caliente hacia ondular los campos de espigas, pensaba en olas, en vaivenes acuáticos y en inmensidades de espuma. O con los fríos, en la época de la aceituna, cuando desde la batea traqueteante que le llevaba al tajo miraba como sin ver el relumbre frío de la escarcha, Juanillo “El Niño” se soñaba marinero a bordo de un barco que surcaba aguas cristalinas, sobre un mar en calma, rumbo a puertos de los que nunca podría conocer el nombre.

Por eso cuando los sesenta ya se le iban haciendo viejos, los setenta se le asomaban al umbral de la puerta y la soledad se le hizo grande porque la que le acompañó toda su vida yacía ya bajo la tierra y los hijos vivían una vida que él nunca pudo vivir; Juanillo “El Niño” metió dos mudas en su maleta ajada por el desuso, cogió la viajera hasta la capital y tras preguntar por la salida más próxima a una ciudad con mar, se subió al tren. Se le hizo de noche mirando con asombro, por la ventanilla del vagón, lo grande que era el mundo, hasta que las luces del compartimento y la oscuridad del exterior sólo le devolvieron su propia cara reflejada en el cristal. Entonces sacó de la maleta el bocadillo que su Anita le preparara: “No vaya usted a pasar hambre, padre”, y lo comió lentamente, absorto en la contemplación de las fotografías de trenes y estaciones que tenía frente a sí. Luego se durmió. Si soñó con mares o profundidades oceánicas no lo sabemos, en todo caso él tampoco lo recordaba cuando con las luces de la mañana despertó, la cabeza echada sobre la ventanilla y el peso del viaje sobre los párpados, pero, según supo por el revisor, muy cerca de la estación de destino.

Al saltar al andén sólo hizo dos preguntas: dónde se podía dejar la maleta y por qué parte caía el mar. Con la ligereza que le permitían sus piernas cansadas recorrió calles, recodos y callejuelas de una ciudad extraña de casas grandes con balcones y miradores acristalados; hasta desembocar, en una última revuelta, en un paseo grande, transversal, con una balaustrada erizada de farolas antiguas tras la que habitaba la nada. Con las manos apoyadas en el pretil, la boca abierta y dos redondeces saladas resbalándosele por los surcos de la cara lo vio al fin. Vio la enormidad ondulante, vio el sol rebrillar en los múltiples cristales de la superficie, vio al agua y al cielo juntarse en el horizonte, vio la espuma saltar y romperse contra los bloques de piedra, vio las blancas velas dibujadas en lontananza y vio el vuelo errático de las gaviotas peregrinas.

Entonces, Juanillo “El Niño”, que no había leído nunca un libro entero, recordó los dos únicos versos que aprendiera en su vida:

El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!

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