Amada mía:
Como es por la tarde y el cielo está gris y gozo del privilegio de que estés conmigo, aunque sea en la habitación de al lado y tú andes afanada persiguiendo tu sueño que también es el mío porque es el tuyo, como la tarde es propicia y se me ha puesto el alma viajera, como en esos casos los pensamientos deambulan cual chiquillos de un lugar a otro sin rumbo definido, he dado en recordar las veces en que me recriminas, no, si no digo que sea sin razón, por mi nula propensión a hacer o salir en fotografía alguna. Como cuando vamos de viaje y vemos o disfrutamos de lugares que nos gustan y tú tienes que andar colgada de la cámara para fijar el instante, para guardar el recuerdo, y yo ando distraído, mirando aquí y allá, entreteniéndome con cualquier minucia que de pronto se me ha antojado única, indispensable, reveladora. Seguro que tú, que al fin y al cabo eres la que lo sufre, puedes poner muchos y más certeros ejemplos.
Pues bien, considerando que las explicaciones que suelo darte, yo bien lo sé, suelen ser bastante peregrinas y harto confusas, he decidido esta tarde mostrarte algunas de las instantáneas que atesoro en mi álbum de fotos.
La primera de ellas es íntima y sucede en nuestra cama, esa cama que tantos obstáculos y trampas y añagazas y perseverancia nos costó conquistar. Te veo de perfil, la cabeza sobre la almohada y la vista concentrada en el libro que sostienes entre las manos. Y tú lees, y yo leo a tu lado, y releemos en voz alta, el uno para el otro, las frases o los pasajes que más nos gustan, y el tiempo pasa y no nos importa. Hasta que el sueño nos va venciendo y apagamos la luz y nos sumergimos contentos y confiados en la oscuridad compartida, indiferentes a las cuatro de la madrugada que marca el reloj y a que pronto amanecerá y empezará otro día para el resto de los mortales, porque después de tantos sinsabores ahora somos dueños del tiempo, legítimos señores del día y de la noche, aprendices de dioses en el pequeño oasis de felicidad en el que habitamos.
La segunda es nocturna y oceánica y mitológica. En ella tu resurges, a contraluz del disco lunar, de un mar antiguo, Astarté lúbrica nacida de las aguas, surcada de hilos luminosos que resbalan por tu cuerpo, con el pelo liso y mojado cayendo por tu espalda. Y yo asisto, absorto y arrobado, a tu transfiguración última, sobre un lecho de arena frente al mar que tú has convertido en posesión tuya, que te acaricia y te mece con sus dedos de espuma contra la oscuridad infinita del negro de la noche.
En la tercera estás mirándome en la distancia, enmarcada en los califales arcos de la mezquita, y el milagro de la luz y de los espacios eternos refulge en tu imagen vestida de blanco. Y la vista se pierde en la perspectiva perfecta hacia la penumbra del fondo en un tiempo sin edad, en una sabiduría antigua. Mirándote comprendo el irresponsable escándalo que supone el hecho de que tú nunca hubieras estado allí, cuando eres la única entre todos los presentes digna del encuadre, de hollar las losas que pisas, de habitar el aire detenido, de aspirar el perfume de los años. Como si el noble edificio hubiera estado dormitando a la espera, gigantesco guardián de la ciudad que aguarda a su señora de piel cobriza, a la mítica soberana que habrá de ocupar por siempre el lugar que le corresponde entre un mar de columnas.
Entronizada ante la mesa de aquel restaurante de Baeza, te veo en la cuarta. La ciudad de piedra te acoge y te ampara entre sus muros de proporciones renacentistas. Me sonríes con la sonrisa franca y levantas tu copa y yo levanto la mía en lo que, más que un brindis, es un homenaje. Y luego paseamos juntos por las calles estrechas, presintiendo el rumor de las caballerías, de los vaporosos vestidos de las damas y de la arrogancia bizarra de sus altivos galanes. Hasta que el laberinto de callejas desemboca de improviso a los espacios abiertos, al aire transparente, frente a las sierras lejanas, donde paseaba el poeta. Y yo Soñé que tú me llevabas / por una blanca vereda, / en medio del campo verde, / hacia el azul de las sierras, / hacia los montes azules, / una mañana serena.
Pero también hay otras fotografías que quizás no recuerdes. No, no te falla la memoria. Es simplemente que, por ahora, sólo están en mi álbum pero igual quiero compartirlas contigo.
En una estamos sentados en la terraza de un café en el Boulevard Saint Germain. Bebemos vino y coñac vestidos de negro y fumamos devorándonos con los ojos entre las volutas de humo. Hablamos de literatura y de música y de cine y de arte. Hasta del ser y de la nada hablamos mientras pasan las horas y la noche cae sobre la margen izquierda del Sena. Y charlamos y reímos con las luces del café reflejándose en nuestra pupilas, hasta que es muy tarde y ya no queda nadie, hasta que el camarero con su largo mandil y sus bigotes gabachos nos mira impaciente y recoge las mesas. Entonces, sólo entonces, nos levantamos y echamos a andar entrelazados por la cintura y cruzamos el río y la Cité, camino de una buhardilla en Montmartre por las húmedas calles de un París cortazariano, besándonos en cada esquina.
En otra te veo llegar. Yo estoy esperándote junto a la fuente de una enorme plaza bañada por la luz blanquiazul de Lisboa. Tú llegas con una falda larga y la camisa abierta y el viento atlántico juguetea entre tus senos. Te acercas y me sonríes, traviesa me arrebatas el sombrero blanco y me besas en los labios. Te abrazo y respiro la fragancia oceánica que emana de tu pelo. Luego nos vamos y trepamos por las calles empinadas hasta un cuarto de La Alfama donde hacemos el amor desaforadamente, frente a un ventanal abierto por el que se ve una extensión de tejados rojizos y el resplandor marino del Estuario del Tajo.
Hay otra en la que atravieso una puerta acristalada y te encuentro rebuscado entre las pilas de libros de una librería de Palermo Viejo o de las calles reticulares que circundan la Avenida Corrientes. Te saludo y charlamos y “vos te reís del gallego al que se le ha pegado el acento rioplatense”. Y tu risa llena el local y se desborda por todo Buenos Aires y la gente nos mira. Y paseamos tu risa y mi embeleso por toda la Plaza de Mayo, hasta que encontramos una mesa a la sombra de un árbol en una calleja estrecha que da a una plazoleta sin nombre y pedimos unas cervezas y unas empanadillas criollas. Y yo no quiero irme, y le pido al cielo austral que detenga el tiempo y que permanezcamos siempre así, con las manos entrelazadas entre los vasos que trasudan y mi atado de cigarrillos y tu libro envuelto en papel celeste.
Hay una también en la que somos viejos y estamos sentados frente a frente en el compartimento de un tren antiguo que traquetea por la dura estepa castellana. Con la calma que dan los años, vamos pasando revista a nuestra vida juntos, al álbum de fotos que hemos ido compilando a lo largo del tiempo. Sin dejar de mirarnos repasamos el plan que nos hemos trazado y que nos ha de llevar a una ciudad perdida en medio del páramo, donde habrá una plazuela fresca, con jardines y bancos, donde ir a detenernos bajo la tenue penumbra y permanecer allí como dos piedras gemelas, idénticas a sí mismas. Por siempre reencontrados y forasteros por siempre.
1 comentario:
Paco, Pepe, Lola, Julio - quizas algun agredado agregada más - y Juan, cada uno con su cigarro colgado de la boca o quizás bailando entre los dedos, en un velador de cualquier bar cercano a la sede, planificando alguna de las mil batallas perdidas, de los mil ratos de dignidad ganados. Esa es la fotogarfia que yo cuelgo hoy aqui para tí.
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