martes, 10 de julio de 2012

La vida en una tarjeta


Lo difícil era ponerle nombre, buscar la palabra idónea, el término justo capaz de definir todo lo vivido, todo lo sentido, todo lo hallado. Lo difícil era encontrar, en el baúl sin fondo de los vocablos, uno solo. Aquel que pudiera nombrar en toda su extensión los momentos de pasión, las dificultades superadas y las que quedaban pendientes, las lágrimas vertidas, las risas compartidas, la confianza depositada mutuamente, las miradas, los besos, las caricias. Lo difícil era cuadrar el círculo, encerrar en un conjunto cerrado de signos lo que para él era inconmensurable, inabarcable, irreductible.
Pensó entonces que, si una palabra no era suficiente, quizás muchas sí lo fueran, y se dispuso a contar la historia de sus últimos diez años juntos. Pero pronto comprendió que su esfuerzo era en vano. En primer lugar porque para hacerlo, para escribirlo todo, para no dejarse en el tintero ningún momento importante, necesitaría, al menos, de otros diez años y entonces ya tendría veinte que contar y luego treinta y luego... En segundo lugar porque por mucho que él quisiera, por muchos peligros que estuviera dispuesto a arrostrar, la historia que pretendía contar era la historia de dos, y uno no puede contar la historia de dos, a no ser que la acabe convirtiendo en su propia historia, en la narración de la propia vida, compartida sí, dedicada o entregada, pero propia al fin y al cabo, la historia de uno, no la historia de dos. A esa altura la cabeza le daba tantas vueltas, el vértigo y la insondable profundidad de la empresa se le presentaron con tanta claridad que no tuvo más remedio que abandonarla antes de empezar.
La otra dificultad estribaba en el tiempo. Diez años. Una extensión que, a sus ojos, no tenía límites precisos. Tanto era así que ambos, en alguna ocasión, habían perdido la cuenta, poniendo años de más, extraviando el cómputo como aquellos viajeros que descabalan los días o las distancias imbuidos en la intensidad del viaje, en la contemplación de los territorios ignotos en los que se adentran, abstraídos por la belleza virgen de los parajes que atraviesan. Diez años. Una entidad temporal flexible que lo mismo se contraía hasta alcanzar los contornos nítidos de lo que nos parece que sucedió ayer, o se dilataba en la lejanía de los recuerdos hasta abarcar un espacio formidable capaz de lindar con lo infinito. Diez años. Un tramo teóricamente divisible en meses, días, minutos y segundos; pero imposible de cuantificar si se enfocaba con la mirada interior, con la de lo vivido, con la de los sentimientos, con la del amor.
Lo cual lo llevaba al siguiente problema, el de la medida. ¿Cómo medir lo que no es mensurable?, ¿de qué forma reducir a parámetros manejables lo que se revela inmenso, incontrolable, inaprehensible? En otras palabras, cómo medir el amor. Porque de alguna manera contar, narrar, tiene que ver con ese proceso por el que adaptamos cualquier cosa narrada a los límites de lo expresable, de lo entendible por otro ser humano, aunque ese ser humano sea la persona que comparte nuestra vida. Contar algo es domesticarlo, es intentar echar un lazo a la realidad y hacerla comer de nuestras manos. Extraer del torbellino de lo acontecido algunos fragmentos, algunas imágenes, algunas situaciones, solo aquellas que se dejan, que permiten que las manipulemos y las convirtamos en un discurso coherente, en un conjunto más o menos ordenado de palabras que las expresan o que nos expresan a través de ellas. Bien, pero entonces, ¿cómo contar la mirada que desarma todas tus defensas y se te adentra convirtiéndote en otro o en un tú que es mucho más que tú?, ¿cómo narrar la intensa tibieza de un beso cuando se siente por dentro y tu ser entero se expande y pretende salírsete por los labios?, ¿cómo hacer comprensible la tenue grandeza del instante en el que un retazo de viento esparce su pelo velando el perfil que te mira? Y cómo narrar el amor, el carnal, el embrujo de dos cuerpos que se buscan y se exploran y se funden desafiando al tiempo y a la misma vida. Cómo describir a un tiempo el cuerpo deseado, el que se te ofrenda y el que uno siente por dentro. Cómo convertir en palabras el vértigo enloquecido de la culminación del amor cuando todo lo que respiras es ella, cuando todo lo que saboreas, tocas, oyes, hueles y sientes es ella.
Y con todo, lo que se le hacía más difícil no era lo extraordinario, lo que se relaciona con el acontecimiento, los hechos o momentos recordados tantas veces en común o los que él todavía guardaba en esa región de su mente fronteriza entre la memoria y el ensueño. Lo más difícil era lo más corriente. Lo verdaderamente complicado era intentar expresar lo cotidiano, poner por escrito ese dulce y discreto estar, ese entrañable devenir en el que su vida juntos se iba desenvolviendo, ese espacio sin muros, ese ámbito sin fronteras, pero de alguna forma íntimo, cobijado, defendido contra cualquier inclemencia que pudiera provenir del exterior. Algo parecido a un fluir que elude, que choca, que parece atascarse con las rocas que encuentra en su cauce, pero que siempre permanece fiel a sí mismo y a su continuo brotar. Eso a lo que algunos con tedio llaman costumbre y otros asépticamente convivencia. Ese lugar compuesto de despertares, conversaciones, discusiones, caricias furtivas y besos ligeros, sonrisas sinceras y manos abiertas, planes de viajes y finales de mes. Esa casa construida sobre los cimientos del amor. Ese caminar juntos, donde el tiempo del trabajo, de las obligaciones, de la separación no era más que un paréntesis que se cerraba con alivio cuando el último de los dos entraba por la puerta. Eso, eso precisamente es lo que más le costaba contar.

En resumen:
Quiso contarle todo lo que ella significaba para él.
Quiso construir una historia que fuera la de los dos.
Quiso encontrar un momento, una sola escena, que resumiera los diez años que llevaban juntos.
Quiso buscar la forma de decirle que la quería, que siempre la había querido y que la querría siempre.
Quiso poner el corazón en sus manos en un solo escrito, en una sola carta.
Quiso...

Al final, tomó una pequeña tarjeta y escribió:

Diez años, amor.
Toda una vida... y otra que nos queda por vivir.
Pero ninguna de las dos la concibo sin ti.















2 comentarios:

Anónimo dijo...


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Juan Rincón. dijo...

Me ha sorprendido Julio. Que cantidad y calidad de imágenes. Sigo leyendo.