Lo
difícil era ponerle nombre, buscar la palabra idónea, el término
justo capaz de definir todo lo vivido, todo lo sentido, todo lo
hallado. Lo difícil era encontrar, en el baúl sin fondo de los
vocablos, uno solo. Aquel que pudiera nombrar en toda su extensión
los momentos de pasión, las dificultades superadas y las que
quedaban pendientes, las lágrimas vertidas, las risas compartidas,
la confianza depositada mutuamente, las miradas, los besos, las
caricias. Lo difícil era cuadrar el círculo, encerrar en un
conjunto cerrado de signos lo que para él era inconmensurable,
inabarcable, irreductible.
Pensó entonces que, si una palabra no era suficiente,
quizás muchas sí lo fueran, y se dispuso a contar la historia de
sus últimos diez años juntos. Pero pronto comprendió que su
esfuerzo era en vano. En primer lugar porque para hacerlo, para
escribirlo todo, para no dejarse en el tintero ningún momento
importante, necesitaría, al menos, de otros diez años y entonces ya
tendría veinte que contar y luego treinta y luego... En segundo
lugar porque por mucho que él quisiera, por muchos peligros que
estuviera dispuesto a arrostrar, la historia que pretendía contar
era la historia de dos, y uno no puede contar la historia de dos, a
no ser que la acabe convirtiendo en su propia historia, en la
narración de la propia vida, compartida sí, dedicada o entregada,
pero propia al fin y al cabo, la historia de uno, no la historia de
dos. A esa altura la cabeza le daba tantas vueltas, el vértigo y la
insondable profundidad de la empresa se le presentaron con tanta
claridad que no tuvo más remedio que abandonarla antes de empezar.
La otra dificultad estribaba en el tiempo. Diez años.
Una extensión que, a sus ojos, no tenía límites precisos. Tanto
era así que ambos, en alguna ocasión, habían perdido la cuenta,
poniendo años de más, extraviando el cómputo como aquellos
viajeros que descabalan los días o las distancias imbuidos en la
intensidad del viaje, en la contemplación de los territorios ignotos
en los que se adentran, abstraídos por la belleza virgen de los
parajes que atraviesan. Diez años. Una entidad temporal flexible que
lo mismo se contraía hasta alcanzar los contornos nítidos de lo que
nos parece que sucedió ayer, o se dilataba en la lejanía de los
recuerdos hasta abarcar un espacio formidable capaz de lindar con lo
infinito. Diez años. Un tramo teóricamente divisible en meses,
días, minutos y segundos; pero imposible de cuantificar si se
enfocaba con la mirada interior, con la de lo vivido, con la de los
sentimientos, con la del amor.
Lo cual lo llevaba al siguiente problema, el de la
medida. ¿Cómo medir lo que no es mensurable?, ¿de qué forma
reducir a parámetros manejables lo que se revela inmenso,
incontrolable, inaprehensible? En otras palabras, cómo medir el
amor. Porque de alguna manera contar, narrar, tiene que ver con ese
proceso por el que adaptamos cualquier cosa narrada a los límites de
lo expresable, de lo entendible por otro ser humano, aunque ese ser
humano sea la persona que comparte nuestra vida. Contar algo es
domesticarlo, es intentar echar un lazo a la realidad y hacerla comer
de nuestras manos. Extraer del torbellino de lo acontecido algunos
fragmentos, algunas imágenes, algunas situaciones, solo aquellas que
se dejan, que permiten que las manipulemos y las convirtamos en un
discurso coherente, en un conjunto más o menos ordenado de palabras
que las expresan o que nos expresan a través de ellas. Bien, pero
entonces, ¿cómo contar la mirada que desarma todas tus defensas y
se te adentra convirtiéndote en otro o en un tú que es mucho más
que tú?, ¿cómo narrar la intensa tibieza de un beso cuando se
siente por dentro y tu ser entero se expande y pretende salírsete
por los labios?, ¿cómo hacer comprensible la tenue grandeza del
instante en el que un retazo de viento esparce su pelo velando el
perfil que te mira? Y cómo narrar el amor, el carnal, el embrujo de
dos cuerpos que se buscan y se exploran y se funden desafiando al
tiempo y a la misma vida. Cómo describir a un tiempo el cuerpo
deseado, el que se te ofrenda y el que uno siente por dentro. Cómo
convertir en palabras el vértigo enloquecido de la culminación del
amor cuando todo lo que respiras es ella, cuando todo lo que
saboreas, tocas, oyes, hueles y sientes es ella.
Y con todo, lo que se le hacía más difícil no era lo
extraordinario, lo que se relaciona con el acontecimiento, los hechos
o momentos recordados tantas veces en común o los que él todavía
guardaba en esa región de su mente fronteriza entre la memoria y el
ensueño. Lo más difícil era lo más corriente. Lo verdaderamente
complicado era intentar expresar lo cotidiano, poner por escrito ese
dulce y discreto estar, ese entrañable devenir en el que su vida
juntos se iba desenvolviendo, ese espacio sin muros, ese ámbito sin
fronteras, pero de alguna forma íntimo, cobijado, defendido contra
cualquier inclemencia que pudiera provenir del exterior. Algo
parecido a un fluir que elude, que choca, que parece atascarse con
las rocas que encuentra en su cauce, pero que siempre permanece fiel
a sí mismo y a su continuo brotar. Eso a lo que algunos con tedio
llaman costumbre y otros asépticamente convivencia. Ese lugar
compuesto de despertares, conversaciones, discusiones, caricias
furtivas y besos ligeros, sonrisas sinceras y manos abiertas, planes
de viajes y finales de mes. Esa casa construida sobre los cimientos
del amor. Ese caminar juntos, donde el tiempo del trabajo, de las
obligaciones, de la separación no era más que un paréntesis que se
cerraba con alivio cuando el último de los dos entraba por la
puerta. Eso, eso precisamente es lo que más le costaba contar.
En resumen:
Quiso contarle todo lo que ella significaba para él.
Quiso construir una historia que fuera la de los dos.
Quiso encontrar un momento, una sola escena, que
resumiera los diez años que llevaban juntos.
Quiso buscar la forma de decirle que la quería, que
siempre la había querido y que la querría siempre.
Quiso poner el corazón en sus manos en un solo escrito,
en una sola carta.
Quiso...
Al final, tomó una pequeña tarjeta y escribió:
Diez años, amor.
Toda una vida... y otra que nos queda por vivir.
Pero ninguna de las dos la concibo sin ti.
2 comentarios:
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Me ha sorprendido Julio. Que cantidad y calidad de imágenes. Sigo leyendo.
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