lunes, 25 de enero de 2010

Los automatismos de Cipriano


En muchas ocasiones y mirado desde fuera, Cipriano se asemeja a una máquina. No una de esas complejas estructuras tecnológicas que hoy día asombran (si es que hoy día subsiste algo parecido a la capacidad de asombro) por la endiablada velocidad con la que pueden resolver cualquier operación por enrevesada que parezca. No, lo suyo se asemeja más a una máquina clásica, de esas de movimiento continuo, compuestas por émbolos, engranajes y bielas de negro metal embadurnado en grasa y que se obstinan en realizar su tarea sin tregua ni alteración pero con estruendo (en fin, lo que cualquiera se imagina cuando piensa en una máquina). De la misma forma Cipriano.

Para cualquier observador externo, su trajín cotidiano no difiere mucho del funcionamiento del artilugio descrito e imaginado con anterioridad. Las mismas acciones, las mismas tareas, llevadas a su término con los mismos gestos, en el mismo orden y a la misma hora. Si Cipriano se levanta a las 7:00 horas, el despertador sonará a las 6:55 y a las 7:05, como muy tarde, ya estará en el cuarto de baño donde todos los rituales siguen un orden preciso y tienen un duración estimada. Luego, no más tarde de las 7:30, tras vestirse y arreglar la cama, nuestro héroe prepara y da buena cuenta del mismo desayuno de todos los días que concluye con un cigarrillo compartido con los últimos sorbos de té con leche (poca leche, la justa para que el líquido cambie de color y pierda su transparencia). A continuación, recuento y embalaje en maletín de efectos personales y documentos, últimos retoques de cuidado personal y a las 7:55 ya ha cerrado con llave la puerta del piso y se encamina en busca de su coche para que, siguiendo el itinerario habitual, le lleve al trabajo al cual llegará con un margen temporal que puede oscilar entre los veinte y los diez minutos de adelanto sobre la hora establecida (la inexactitud proviene de los imponderables del tráfico rodado y de la búsqueda de aparcamiento, cuestiones ambas que Cipriano no ha podido aún soslayar). Y así con todo.

Pero como de sobras es sabido que la observación externa no resulta suficiente para hacerse un juicio adecuado de las cosas y mucho menos del comportamiento de las personas, sería necesario complementar ésta, la observación externa, con otra de índole interno, mucho más complicada por cuanto también es del general conocimiento lo abstrusa e imprecisa que resulta la investigación de las motivaciones que impulsan la conducta humana. Así que tendremos que contentarnos con las explicaciones del propio Cipriano.

Según su versión este automatismo no se produce de forma inconsciente, ni mucho menos obedece a ninguna clase de rasgo neurótico, vamos que Cipriano no tiene nada que ver con el personaje de Jack Nicholson en Mejor... imposible. Su comportamiento, siempre según el, es más bien el fruto de una decisión consciente y motivada por dos razones fundamentales:

1.A Cipriano le gusta disfrutar de su tiempo (en otro lugar ya se ha hecho referencia a sus variopintas vocaciones). Cuestión esta que entra en flagrante contradicción con la multitud de tareas que sus obligaciones laborales y domésticas le procuran. Por tanto, la única salida razonable pasa por compactar estas últimas, lo que sólo es factible mediante una organización y sistematización racionales.

2.La otra razón tiene su base en la conjunción entre la propia experiencia y ciertos conocimientos sobre espiritualidad oriental que Cipriano descubrió hace tiempo gracias a sus prolijas y abigarradas lecturas (esta otra faceta será tratada de forma pertinente en su momento). La cosa viene a cuento porque, al parecer, la repetición monótona de los mantras tibetanos o el rezo cadencioso y reiterado de fórmulas fijas (cuya traslación más directa a nuestra cultura occidental es la práctica católica del rosario), tienen la virtud añadida de liberar al espíritu y, por consiguiente, al pensamiento. Pues bien, aplicando esto al tema que nos ocupa, resulta que Cipriano ha podido comprobar en sí mismo que realizando las operaciones de la vida diaria mecánica, repetitiva y ordenadamente se llega a alcanzar un estadio en el que éstas se pueden abordar casi sin pensar, lo que, obviamente, concede al individuo una gran libertad para poder reflexionar sobre temas de mayor enjundia.

Con todo, y a pesar de unas justificaciones tan elaboradas y juiciosas, Cipriano no ha podido evitar que los dos comentarios más populares entre las personas que lo conocen (y sin duda lo quieren) sigan siendo:
“Hay que ver lo cuadriculado que eres” o
“Hijo, siempre estás en babia”.

Y así van las cosas.

viernes, 22 de enero de 2010

El hombre sin rostro


M es concejal. Su nombre no importa. Como tampoco es relevante qué fuera antes o qué sea después del cargo, ni el nombre del pueblo o ciudad en el que lo desempeña. En realidad lo único importante, lo que de verdad cuenta, es lo que ahora es, y en eso no hay duda: M ejerce, actúa, se comporta y se siente concejal. Y lo que es más importante, para los otros, incluso para los que lo conocen desde hace tiempo, su vida anterior también se ha desdibujado en el oropel de la dignidad política hasta el punto de no poderse concebir la una sin la otra.

M es un político de firmes convicciones, un hombre con una labor que realizar: dura, sacrificada, ingrata (cualquiera que lo haya escuchado podría ratificarlo), tanto que algunas veces le resulta tan pesada que está a punto de abandonar, porque en el fondo para él no hay modelo de vida más apetecible que la del hombre sencillo, trabajador y amante de los suyos, un hombre que ve caer las tardes sentado al amor del fuego con un libro en el regazo, que ve crecer a sus hijos y comparte con ellos y con su esposa su ocios domésticos y sus aficiones de ser humano corriente. Esa es la vida que a M le gustaría llevar. Pero claro, en su caso es imposible, porque para quien tiene la voluntad de servicio como motor de sus actos, para quien pone sus mayores desvelos en el bienestar de sus conciudadanos, esos placeres simples, esa vida hogareña, le están vedados. Para él el trabajo no termina nunca, las preocupaciones son su alimento cotidiano y sus ideales lo llevan siempre a realizar esfuerzos, si no inhumanos, sí mucho más allá de lo que para cualquiera sería razonable.

Por eso M sufre. Pero no, como podría pensarse a simple vista, por los ataques de sus rivales políticos, de aquellos dispuestos a utilizar cualquier artimaña para tomar al asalto el puesto que tan duramente ha conquistado. Sufre de incomprensión, de maledicencia, de la incomprensión y la maledicencia de aquellos que más se benefician de su buen hacer y su capacidad de gestión, de aquellos que propagan la injuriosa versión de que su dios es el poder y su obsesión el lujo y el dinero. Y sufre de ingratitud y de envidia, porque, como es sabido, nadie es profeta en su tierra y a la gente parece dolerle que su vecino prospere. Si su patrimonio ha crecido desde que está en el cargo ¿acaso no es fruto de su trabajo?, que recibe regalos y agasajos ¿no ha sido en agradecimiento por sus buenas gestiones?, y si ha habido comisiones o sobres o maletines ¿quién ha corrido los riesgos, para quién han sido los sinsabores y las presiones?, y sobre todo ¿acaso otro en su lugar no hubiera hecho lo mismo? ¡Malditos hipócritas!, ellos sí que llevan en el fondo de sus mezquinos corazones el germen de la corrupción y si no, ya se sabe, el que esté libre de pecado...

Pero la característica más definitoria de M es que no tiene rostro. Al menos no rostro humano. Al mirarlo con detenimiento uno no puede evitar que un estremecimiento gélido le recorra la columna vertebral, porque allí dónde debería encontrar los rasgos propios de cualquier hombre (imperfectos pero cercanos en su imperfección, vulgares pero con la ternura de lo que nos es propio) sólo hay una máscara. Fina, costosa, conseguida, es verdad, pero máscara al fin. Una de esas prótesis de alta tecnología que parecen reales pero que sólo sirven para ocultar las facciones deformes de quien ha sufrido un terrible accidente o de quien envejece de avaricia o de quien se consume en la depravación y la vileza. La suya, la de M, es una máscara de sempiterna sonrisa, que adula con los ojos, que intenta expresar a un tiempo bondad y comprensión, seguridad y cordialidad, cercanía y prestancia; pero que, como todo lo artificial, no puede evitar la rigidez y la impostura, el doblez y la falsedad. Sin embargo, lo que hace diferente a la máscara de M de cualquier otra es que no tiene un origen externo a él ni, por lo tanto, le ha sido injertada por las hábiles manos de ningún eminente cirujano. Por el contrario, la máscara de M tiene su origen en su interior, su sustancia se ha conformado por la acción conjunta de diversos y extraños fluidos que se han ido abriendo camino a través de los poros de su piel con cada transacción, con cada engaño, con cada traición, para terminar formando esa costra delgada y pulida que ocupa ahora el lugar donde alguna vez estuvo su rostro.

De lo que no tenemos conocimiento alguno, lo que constituye el celoso secreto que sólo él podría desvelar es qué ve M cuando se levanta en medio de la noche y a la luz de un lujoso cuarto de baño se mira al espejo y se quita la máscara.

domingo, 17 de enero de 2010

Narremos


“El narrador quiere saber y por eso narra”.
Belén Gopegui. La conquista del aire.

Si hemos de ser narradores entonces... narremos. Narremos las historias que subyacen o se filtran en la Historia (con mayúsculas de oficial), contemos nuestros particulares descensos a las sentinas de nuestras vidas vulgares o de las vulgares vidas de los demás. Asumamos que el más pobre de los mortales en su estado de alienación más extremo es capaz de crear, que quizás ya a bordo del vagón que nos encarrila hacia las regiones del sueño todo hombre y toda mujer han parido alguna vez un verso, un minúsculo cuento o una sola frase que les es propia.

Narremos usando y abusando de nuestra libertad. De nuestra capacidad de decir y de contar lo que nos venga en gana, pero también de la libertad orwelliana que consiste en “el derecho de decir a los demás lo que no quieren oír”. La libertad que nos garantiza que lo que contemos podrá ser bueno o malo, compartido o no, podrá correr veloz al encuentro de quien lo lea o arrastrarse apoyándose en las muletas de nuestra impericia. Pero que en cualquier caso será completamente, irrevocablemente nuestro.

Narremos con sinceridad, sin subterfugios, con la lealtad que nos debemos a nosotros mismos. Para que, al menos en el terreno de la ficción, podamos caminar sin tendernos trampas, sin esa suerte de venda traslúcida que nos solemos colocar para andar por la vida, conscientes de que es preferible la tibieza agridulce del engaño a la contemplación descarnada de los horrores que nos rodean. No sea así entre nosotros, hagamos el esfuerzo de querer mirar, corramos el riesgo de convertirnos en estatuas de sal ante la visión de un mundo con dios pero sin hombres, repleto pero vacío. Y contemos cuanto veamos, sabedores de que nuestra mirada será única, esperanzados en que nuestra voz (débil, sesgada, inconexa si se quiere) pueda contribuir a que otras vendas caigan, a que otros ojos miren.

Narremos para saber. Porque hemos sido abandonados en territorio hostil sin brújula ni manual de instrucciones, extraños en un proyecto frustrado de paraíso. Necesitamos buscar las salidas, trazar caminos, componer lo descompuesto. Necesitamos saber. Y por eso narramos insatisfechos, a la espera, investigando nuestros deseos y nuestras acciones (y los deseos y las acciones de otros), ansiosos de ver si en ese constante entrecruzarse de historias somos capaces de hallar tierra firme, el reducido pero imprescindible espacio en el que hacer pie para catapultarnos hacia otra cosa que no sabemos lo que es pero que sí sabemos lo que no queremos que sea.

Narremos por necesidad, narremos para vivir, narremos para poder gritar, narremos como nuestra forma particular de luchar o de sufrir.

Entonces...

Érase una vez,

miércoles, 13 de enero de 2010

Las vocaciones de Cipriano



“...porque la de creerse dotado de una grandeza latente es una forma cómoda de vivir.”
Italo Svevo. La conciencia de Zeno.

Cipriano se queda de piedra al leerlo. Esta sentado plácidamente en su sillón de lectura con la manta sobre las piernas, las zapatillas de paño en los pies y el ánimo tranquilo; y allí mismo, casi al principio, en la página 20, Svevo le tira a la cara en sólo media frase una de las verdades más vergonzosas de su vida. Así que Cipriano no tiene más remedio que volver sobre sus pasos y releerla una, dos, hasta seis veces. Y la conclusión siempre es la misma: cada una de las palabras parece estarle dirigida, como si el autor de forma subrepticia las hubiera insertado en el texto con la única intención de que él, casi cien años después, las descubriera, las reconociera y se las aplicara.

Que todos los seres humanos tienen que establecer pactos con la vida es una verdad universal para Cipriano, que tengan consciencia de ello ya es harina de otro costal. Pero en su caso ya no se trata de un problema de pactos, y mucho menos de ser consciente, que ser consciente, lo que se dice consciente, no hay duda de que Cipriano lo es. En su caso se trata más bien de claudicación. Esa es la verdad y esa es la vergüenza. Porque una cosa es pactar con la vida y otra claudicar ante ella. Lo otro, lo de la grandeza latente y la cómoda vida no son más que las consecuencias de la rendición primigenia.

Pero pongamos las cosas por su orden natural. Unas de las peculiaridades de Cipriano es la de sentirse llamado a hacer cosas grandes, cuestión que da por supuesta la capacidad de distinguir la grandeza o la pequeñez de las cosas mismas (de ahí lo de la consciencia), sin embargo, esta favorable predisposición siempre se ha visto aquejada de dos grandes rémoras o dificultades tan arraigadas en su forma de ser como la predisposición misma. La primera de las rémoras radica en el hecho de que Cipriano no se siente llamado a realizar una sola cosa grande, ni siquiera a un solo tipo de ellas. Así, desde que tiene recuerdo, ilusiones juveniles aparte, se ha sentido “tocado” por las más diversas musas: desde la excelsa guardiana de la sabiduría filosófica a la más recatada y doméstica de la ética, desde la lujuriosa musa de la literatura y la creación a la más áspera y procaz de la política. Total, que durante épocas consecutivas su vida ha ido discurriendo por diversos caminos que incluyen desde el del erudito paciente y concienzudo hasta desembocar en las tribulaciones del escritor en ciernes, sin menospreciar su vena política, tanto en sus aspectos teóricos como en su vertiente más ruda de militante activo. Incluso en algún momento llegó a verse convertido en un experto, aunque tardío, ajedrecista; eso sí, y no pregunten por qué, fumador de pipa. Si tenemos en cuenta que todas estas inclinaciones se han ido sucediendo sin menoscabo de sus responsabilidades laborales o sus obligaciones domésticas, la cosa no deja de tener su mérito. Lo que sucede es que, como es bien sabido, “el que mucho abarca poco aprieta” y de tanto deambular de aquí para allá o de cosa grande en cosa grande, Cipriano no ha podido profundizar suficientemente en ninguna de ellas ni ha podido salir adelante con ninguno de sus empeños, así aprendiz de todo y maestro de nada siempre le queda el regusto amargo de quien inexorablemente deserta a mitad de camino.

El segundo impedimento tiene más que ver con la cuestión de la voluntad, o más bien con la falta de ella. Ya no es sólo un problema de indecisión, sino de desaliento. Nada más adentrarse en el entramado de cualquiera de sus vocaciones y por muy firmes que sean sus principios y propósitos, cada pequeña dificultad, cada insignificante contratiempo que se cruza en su andadura constituye un doloroso jalón que va minando su férrea voluntad de triunfo. A partir de ahí los caminos se bifurcan y los procesos pueden ser de muy variada especie, pero casi siempre acaban concluyendo en dos posibles soluciones: o bien se ha elegido un camino equivocado y es mejor volver a otra de las sendas de desarrollo personal ya exploradas con anterioridad, o bien es llegado el momento de tomarse un largo descanso para retomar la travesía con fuerzas renovadas.

La resultante de esta combinación de fuerzas es que Cipriano, si bien de vez en cuando se obstina en recuperar alguna de sus líneas de trabajo, ha acabado por hacerse a la idea de que su grandeza existe pero en estado latente y que, por ser esta su naturaleza, es muy posible que esté destinada a no materializarse en resultado práctico u obra alguna. Esta conclusión, indudablemente consoladora, tiene además la ventaja de permitirle desenvolverse por el mundo con la cabeza alta y la mirada al frente, consciente de su valía y permitiéndole contemplar al vulgo en perspectiva, con una mezcla de superioridad y resentimiento por su evidente incapacidad (la del vulgo lógicamente) para reconocer y valorar sus innegables virtudes, manifiestas o no. Esta actitud, llevada más o menos en secreto, deja un sabor agridulce en las papilas gustativas de cualquiera pero hay que reconocer que es una forma cómoda de vivir.

Eso explicaría la estupefacción de Cipriano al saberse “descubierto” por un escritor muerto mucho antes de que él naciera, ese sería el motivo por el que ha releído la frase tantas veces intentando entenderla dentro y fuera de contexto, dejando que la sorpresa diera paso a la indignación. Porque, al fin y al cabo, quién es ese tal Svevo para ir aireando las vergüenzas de nadie...

- Qué pena – murmura Cipriano mientras se dirige a la cocina para servirse el vaso de whisky de antes de acostarse.