
M es concejal. Su nombre no importa. Como tampoco es relevante qué fuera antes o qué sea después del cargo, ni el nombre del pueblo o ciudad en el que lo desempeña. En realidad lo único importante, lo que de verdad cuenta, es lo que ahora es, y en eso no hay duda: M ejerce, actúa, se comporta y se siente concejal. Y lo que es más importante, para los otros, incluso para los que lo conocen desde hace tiempo, su vida anterior también se ha desdibujado en el oropel de la dignidad política hasta el punto de no poderse concebir la una sin la otra.
M es un político de firmes convicciones, un hombre con una labor que realizar: dura, sacrificada, ingrata (cualquiera que lo haya escuchado podría ratificarlo), tanto que algunas veces le resulta tan pesada que está a punto de abandonar, porque en el fondo para él no hay modelo de vida más apetecible que la del hombre sencillo, trabajador y amante de los suyos, un hombre que ve caer las tardes sentado al amor del fuego con un libro en el regazo, que ve crecer a sus hijos y comparte con ellos y con su esposa su ocios domésticos y sus aficiones de ser humano corriente. Esa es la vida que a M le gustaría llevar. Pero claro, en su caso es imposible, porque para quien tiene la voluntad de servicio como motor de sus actos, para quien pone sus mayores desvelos en el bienestar de sus conciudadanos, esos placeres simples, esa vida hogareña, le están vedados. Para él el trabajo no termina nunca, las preocupaciones son su alimento cotidiano y sus ideales lo llevan siempre a realizar esfuerzos, si no inhumanos, sí mucho más allá de lo que para cualquiera sería razonable.
Por eso M sufre. Pero no, como podría pensarse a simple vista, por los ataques de sus rivales políticos, de aquellos dispuestos a utilizar cualquier artimaña para tomar al asalto el puesto que tan duramente ha conquistado. Sufre de incomprensión, de maledicencia, de la incomprensión y la maledicencia de aquellos que más se benefician de su buen hacer y su capacidad de gestión, de aquellos que propagan la injuriosa versión de que su dios es el poder y su obsesión el lujo y el dinero. Y sufre de ingratitud y de envidia, porque, como es sabido, nadie es profeta en su tierra y a la gente parece dolerle que su vecino prospere. Si su patrimonio ha crecido desde que está en el cargo ¿acaso no es fruto de su trabajo?, que recibe regalos y agasajos ¿no ha sido en agradecimiento por sus buenas gestiones?, y si ha habido comisiones o sobres o maletines ¿quién ha corrido los riesgos, para quién han sido los sinsabores y las presiones?, y sobre todo ¿acaso otro en su lugar no hubiera hecho lo mismo? ¡Malditos hipócritas!, ellos sí que llevan en el fondo de sus mezquinos corazones el germen de la corrupción y si no, ya se sabe, el que esté libre de pecado...
Pero la característica más definitoria de M es que no tiene rostro. Al menos no rostro humano. Al mirarlo con detenimiento uno no puede evitar que un estremecimiento gélido le recorra la columna vertebral, porque allí dónde debería encontrar los rasgos propios de cualquier hombre (imperfectos pero cercanos en su imperfección, vulgares pero con la ternura de lo que nos es propio) sólo hay una máscara. Fina, costosa, conseguida, es verdad, pero máscara al fin. Una de esas prótesis de alta tecnología que parecen reales pero que sólo sirven para ocultar las facciones deformes de quien ha sufrido un terrible accidente o de quien envejece de avaricia o de quien se consume en la depravación y la vileza. La suya, la de M, es una máscara de sempiterna sonrisa, que adula con los ojos, que intenta expresar a un tiempo bondad y comprensión, seguridad y cordialidad, cercanía y prestancia; pero que, como todo lo artificial, no puede evitar la rigidez y la impostura, el doblez y la falsedad. Sin embargo, lo que hace diferente a la máscara de M de cualquier otra es que no tiene un origen externo a él ni, por lo tanto, le ha sido injertada por las hábiles manos de ningún eminente cirujano. Por el contrario, la máscara de M tiene su origen en su interior, su sustancia se ha conformado por la acción conjunta de diversos y extraños fluidos que se han ido abriendo camino a través de los poros de su piel con cada transacción, con cada engaño, con cada traición, para terminar formando esa costra delgada y pulida que ocupa ahora el lugar donde alguna vez estuvo su rostro.
De lo que no tenemos conocimiento alguno, lo que constituye el celoso secreto que sólo él podría desvelar es qué ve M cuando se levanta en medio de la noche y a la luz de un lujoso cuarto de baño se mira al espejo y se quita la máscara.
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