lunes, 28 de febrero de 2011

Diario intermitente 28-2-2011



Sentir cómo las palabras van naciendo de la pulsación de mis dedos y del rastro del cursor, dejando una hilera de signos que pueden, o no, adquirir un significado. Rozar el filo del abismo en cada palabra, la angustia infinita de no saber continuar, y ¿qué hará entonces la figura apenas esbozada a la que has dado vida? Tal vez perderse para siempre en el limbo de los personajes sin autor, abortos de algo que se quiso contar y no se supo cómo, instrumentos inservibles y oxidados antes incluso de servir para lo que un día fueran ideados, engendros que arrastran deformidades congénitas y lanzan furiosas invectivas contra aquel que un día tuvo la impericia de hacerlos tal cual son, y que siempre eres tú.
Pero también y junto a eso, o a pesar de ello, vivir. Vivir la experiencia de ir destilando vidas que poco a poco, párrafo a párrafo, van adquiriendo su propia consistencia, aunque tú sabes que, en el fondo, no sean más que reflejos, formaciones caleidoscópicas, espejos deformantes de la única vida que sabes contar y que no puede ser más que la tuya. Pero aún así sigues tejiendo. Tejes mundos vastos y exóticos y llenos de luz, o angostos, asfixiantes tabucos donde la oscuridad y el olor a cerrado son el único sustento de sórdidas criaturas. Mundos que se van desvelando página tras página o capítulo tras capítulo, y mundos apenas insinuados por textos tan reducidos que acaso sólo permitan un flash, un fogonazo en el que la realidad se muestre toda y completa y perfectamente aprehensible, pero sólo durante el tiempo que dura un parpadeo.
Y cuento historias, porque en la base de todo siempre hay una historia. Algo que un día, alguien, yo, ha pensado que merece la pena ser contado, y no por su trascendencia, o tal vez sí, nunca se sabe, sino por que para ese alguien, yo, la historia que se cuenta significa algo o intenta explicar algo o, lo que suele ser más común, esa historia en particular le ha tocado una fibra, un punto débil en el interior de la coraza con la que uno se enfrenta al mundo que no está escrito, que es el de verdad. Y así van surgiendo las historias que cuento, que en ese sentido, y sólo en ese, son inéditas, originales, jamás contadas, por mucho que otro mucho más versado que yo, o menos ingenuo, se apronte a hacerte ver que no hay historias, que todo está ya contado, que a lo único que podemos aspirar es a componer variaciones sobre un mismo tema, a producir versiones más o menos sofisticadas de la única historia, la que ya se ha contado, la que se habrá de contar siempre.
Sin embargo tú, o yo en este caso, escribo y ordeno palabras que tratan de expresar ideas, y borro y vuelvo atrás, y empiezo de nuevo, y corrijo. Y algunas veces, las más afortunadas, aunque también las más escasas, la escritura fluye, cada palabra encuentra su lugar idóneo y las frases se acomodan gustosas, urdiendo un cauce por el que, lo que ha de ser contado, transita afable hacia su conclusión lógica y final. Mientras que otras, las más de ellas, me arrastro por la página entre frases levantiscas, donde cada término que uso es una trampa, una baldosa mal encajada donde tropiezo una y otra vez, pero sobre la que hay que volver indefectiblemente hasta que se la remueve, se la sustituye o se la vuelve a ajustar y entonces, sólo entonces, se puede avanzar pero, eso sí, sin perderla de vista, mirándola de reojo para que no reincida en su voluntad tozuda de estropearlo todo. Esos días, cada párrafo es una cumbre que hay que escalar y cada página una laboriosa victoria que se parece demasiado a la derrota.
Lo más extraño es que nunca pienso si lo que estoy escribiendo es malo o bueno, o si tan siquiera merecía la pena haberlo escrito. No, al menos mientras lo escribo. Después sí, y entonces lo borro, o lo tiro, o lo paladeo y lo disfruto y luego lo guardo, o lo atesoro, o lo dejo aparte y luego lo olvido. Pero ya está escrito. La urgencia, la necesidad de ponerse ante el teclado o ante la hoja de papel y empezar a verter algo que no tiene nombre pero que brota de uno sin pedir permiso ya está satisfecha. Ahora puedo sentarme tranquilamente y leer lo que otro, aquejado de la misma enfermedad, hizo antes que yo. Y así hasta la próxima vez. Aunque hay días que no, días aciagos en los que quiero y no puedo. Días interminables en los que, por mucho que el gusano te siga royendo por dentro, no hay nada que hacer. El pozo se seca y el agua sale estancada, podrida, inservible. Días de los que mejor no hablar.
Y todo esto venía a algo que se puede decir usando sólo cuatro palabras: Estoy escribiendo otra vez.

No hay comentarios: