
La carretera serpea. Su rastro de ofidio va dejando a ambos lados pequeños núcleos de casas, racimos de construcciones donde vive gente. Paradas oxidadas con marquesinas contra la lluvia, ajadas furgonetas de reparto. Vida humana expandida, colonizando la tierra hasta sus mismos límites. Y una sensación de anticipación que no llega a consumarse, como un hilo de Ariadna que jugara a desenredarse eternamente. “¿Cuánto crees que quedará?” “No lo sé, pero ya no puede faltar mucho”. Y así, una y otra vez. Interminablemente.
Y de pronto, los árboles se hacen escasos y luego desaparecen, porque ya no tienen razón de ser. Y la carretera se pierde en una explanada de tierra con coches estacionados, peregrinos más madrugadores, buscadores encorvados bajo el peso de las cámaras de fotos. Pero no hay muchos, sólo los inevitables.
Bajamos y el suelo cruje. Porque aquí el suelo es de concha. Miles, millones de conchas trituradas que tapizan las veredas y se amontonan junto a los matojos. Conchas ofrecidas al público en un tenderete. Fantásticas concavidades calcáreas construidas por seres más antiguos que el propio hombre, puestas a la venta, reclamo de turistas. Y una furgoneta con las traseras abiertas, donde se venden refrescos y café y dulces. Y una sombrilla roja, de Coca- Cola, con su mesa y sus sillones de plástico a juego. Todos vacíos.
Y al fondo la iglesia, una iglesia grande, desproporcionada, que se recorta contra el cielo. Dos torres, una fachada descascarada y una enorme puerta añosa, cerrada a cal y canto. Y a sus flancos dos filas de construcciones porticadas, de un blanco sucio, que le dan al conjunto un aire de película mejicana llena de sol y de abandono. Santuario de Nossa Senhora do Cabo, dice el letrero.
Obviamos a Nossa Senhora y seguimos camino. Apenas un mísero sendero que conduce a la nada. Y descubrimos que la nada no es blanca, ni negra, ni transparente. La nada es azul. Azul cielo y azul mar. Apenas separados por un remedo de línea horizontal a la que, por costumbre, llamamos horizonte. Una nada que sólo rompe un receptáculo cuadrado, un prisma cubierto por una cúpula de imposible aspecto oriental, rodeado por un murete de piedra que se asoma al abismo, sobre el que una mujer sentada intenta leer algo en un libro mientras que con la otra mano se sujeta la pamela. Otra capilla, pienso, pero esta vez ni siquiera nos acercamos a leer el letrero, atraídos por un poder más grande que el de los valedores sobrenaturales. El poder del borde, la atracción del abismo. La seducción de verse envuelto en el dramático enfrentamiento de fuerzas inmensas. La luz del sol reflejada en el cristal de las aguas y en el ocre blanquecino de la tierra. La potencia del mar deshaciéndose en espumas allá abajo. La solidez agresiva de la roca encarándose al embate de las olas. La fuerza del viento zarandeando inmisericorde a cuanto ose despegarse del suelo. Y la tentación de la gravedad, el deseo irracional de hacerse juguete de los elementos, y dejarse caer, y despeñarse.
Quizá por eso nos abrazamos. Tal vez porque, de alguna manera inconsciente, supimos que sólo éramos dos seres humanos sumidos en el vórtice de la confrontación eterna. Y allí, cobijados el uno en el otro, permanecimos por un tiempo que después nunca fuimos capaces de cuantificar. Hasta que por obra de un acuerdo tácito, o simplemente porque percibimos el sonido de otras voces acercándose, dimos la vuelta, dejando a nuestras espaldas el fin del mundo, el finis terrae de los antiguos. Y así, entrelazados y todavía absortos, emprendimos el camino de regreso. Agradecidos del calor mutuo, de la acogedora sensación de disponer de otro cuerpo al que aferrarse.
Y sintiéndonos infinitamente más pequeños.
1 comentario:
Exelente y Bello..!! Saludos..!!
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