sábado, 5 de febrero de 2011

Nocturno y Sintra I


Es verano. Es de noche. Y es una calle imposible, casi enroscada sobre sí misma, que asciende y asciende frenética, sin objetivo aparente. Como todo aquí. Y el aquí es una villa hija del capricho y la presunción, hermana del desvarío. Un universo aparte creado a la mayor gloria de la soberbia humana. Es la villa de Sintra y es Portugal.

Habíamos cenado, ella y yo, en la terraza de un restaurante. Copas altas, brillos y volutas decimonónicas, manteles blancos. Frente a nosotros una plaza que es un cruce de caminos, con un palacio al frente que ahora es otra cosa, y casas con bajos que ahora son tiendas y que siguen abiertas, para turistas. Y el fresco de la noche y la calidez del vino. Y las ganas de seguir disfrutando del lugar de cuento. “¿Una copa? Después, mejor un paseo”. La luna, alta, blanquecina. Los faroles, amarillentos, con su caperuza de hierro. Y la calle que sigue trepando, como queriéndose encaramar a la pared de piedra, caracoleando para tomar fuerzas, estirándose de nuevo, siempre hacia arriba.

Al principio, las puertas semihundidas están iluminadas. Locales con ruido y música y gente que celebra o discute, o mira a otros que celebran o discuten. Una pastelería que tampoco cierra, para turistas. Más tiendas. Luego ya no. Luego puertas cerradas y el resplandor amarillento de los faroles.

A los pocos pasos, en la siguiente revuelta, un bulto. Sobre un escalón ancho, en un recoveco oscuro. Un bulto que gime, que lanza aullidos rítmicos y anhelantes, que yace cubierto por lo que aparenta ser un trapo o un trozo de manta. Imposible discernirlo, ni identificarlo si no te acercas. La inmediata: dar la vuelta. Eres un turista y el dolor, venga de donde venga, sea de quien sea, no está incluido en el programa. El dolor, filtrándose a través de una vieja manta sanguinolenta, los ojos se han acostumbrado a la penumbra y ahora distinguen mejor, no sirve de recuerdo, no se fotografía, no se narra en casa de los amigos con copas y cigarrillos encendidos. El dolor, bien lo saben los mandatarios, espanta el turismo.

Sin embargo, los lamentos persisten, han perdido la condición de alaridos y ahora son más tenues... pero persisten. El cuerpo, sólo puede ser eso, respira bajo la manta, jadea sin fuerzas para debatirse. Y está ahí. A unos pocos metros. Y entre el cuerpo y yo no hay nada. Sólo sufrimiento y miedo, agonía y prudencia. Me acerco un poco, nos acercamos, ella conmigo. Lo hago, aunque no me lo confiese, para descartar la sospecha de que aquello sea humano. Que el brillo de los ojos que empiezan a vislumbrarse no sea el de las pupilas desesperadas de alguien nacido de una mujer, de un congénere, de alguien que podía ser yo, o peor, de un yo que podía ser él.

“Es un perro”, dice en portugués una voz arriba, a nuestra espalda. Una voz que tiene un cuerpo y unos brazos apoyados en el alfeizar de una ventana de una casa irreal salida de alguna leyenda austriaca, como todas las de Sintra. “Un coche lo atropelló, al pobre, y los muchachos de la tienda le pusieron la manta y ahora lo van a llevar al veterinario”, dice, o creo entender que dice. Y debe ser verdad porque, como actores de teatro esperando su señal de entrada, dos hombres jóvenes salen de un local cerrado y una furgoneta estrecha sube la cuesta y para.

Al cargarlo, el perro, que ya es un perro, chilla y se retuerce. Entonces doy un paso, como para ayudar. Pero no hace falta, sé que no hace falta. La furgoneta arranca con tres personas y un perro medio muerto, y sobre la acera sólo queda un charco oscuro y un hilo líquido que resbala y que no quiero mirar. Eso, y el rastro inenarrable del dolor desnudo, en la noche, bajo el reflejo apagado de los faroles. Un rastro que no se va, o se va pero también se queda, conmigo. Conmigo, que bajo la cuesta de vuelta a la luz, a la plaza, a los locales iluminados y las tiendas ya cerradas.

Y ya no habrá copa.

Sólo quiero volver al hotel con ella y cobijarme en sus brazos.

lunes, 17 de enero de 2011

Cipriano y los años mozos


Al contrario de lo que suele ocurrirle a los hombres maduros, y Cipriano ciertamente lo es, rara vez se le escuchará lamentarse por el tiempo perdido ni recurrir, antes o después del obligado suspiro, a frases tales como: “aquellos sí que eran buenos años, quién los pillara ahora”. Tampoco es dado a fantasear con las fuerzas juveniles que aún le quedan ni a relatar proezas realizadas al amparo de la inconsciencia que supuestamente autorizan los pocos años. No, decididamente Cipriano no es de esos. En este tema, como en otros muchos, prefiere andar a solas por caminos menos hollados que discurrir por donde acostumbra a hacerlo la mayoría. Y no por esnobismo o por ganas de llevar la contraria, sino simplemente porque la experiencia ya se ha encargado de enseñarle que de nada sirve esforzarse por hacer real lo que no lo es.

Por el contrario, cuando Cipriano mira hacia atrás a los tampoco tan lejanos años de su adolescencia y primera juventud, lo más que vislumbra es un extenso páramo de silencios, inseguridades e impotencias. Un tiempo lento, empleado básicamente en desear que concluyera cuanto antes, con la esperanza, no muy fundada, de que fuera lo que fuese lo que le estaba sucediendo, al final acabara desembocando en un estado en el que fuera posible sentirse dueño de sí mismo, libre al fin para tomar sus propias decisiones, sin necesidad de estar afirmándose continuamente ante una realidad que no le pertenecía ni viéndose de continuo arrastrado por fuerzas internas o externas pero, en cualquier caso, imposibles de controlar.

Pongamos un ejemplo: el primer amor. Allí donde casi todo el mundo encuentra un espacio de solaz y bellas ensoñaciones, Cipriano sólo recuerda un rosario de esperas infructuosas a la puerta de un colegio (la elegida de su corazón, además de esquiva, era algo torpe y ya había repetido más de un curso), desplantes e intentos de aproximación nunca coronados por el éxito. De poco le consuela el hecho, por otra parte más bien irónico aunque cierto, de que la altiva criatura de sus desvelos viniera a ofrecérsele un par de años después cuando sus hormonas ya le llevaban al galope tras otra beldad, bien es verdad que no con mejores resultados prácticos. O sea, que de despertar sexual, como cualquiera, pero de miradas tiernas, lánguidos besos y escenas románticas al atardecer, nada de nada, al menos no entonces, que cuando la cosa llegó, que también llegó, Cipriano ya había trotado mucho por esos mundos que dicen de dios.

Y qué decir de la primera fiesta, ese universo iniciático y transgresor que por aquel entonces consistía en una reunión nocturna, por lo general temática, donde entre música de tocadiscos o radio-cassette, mucho humo, luces deliberadamente disminuidas y bebidas alcohólicas de bajo precio y menos calidad, un grupo de saludables jóvenes de ambos sexos se entregaban al baile, a los roces subrepticios de carnosidades ajenas y a los primeros escarceos y embriagueces. La que recuerda Cipriano era de “elegantes”, así que ayudado por un buen amigo, que para esos casos siempre se encontraba alguno, y no tras pocos intentos, consiguió la hazaña de resolver el galimatías que para ambos representaba el famoso nudo de la corbata, prenda esta que previamente había sustraído, junto con una chaqueta, del ropero de su padre. Lástima que la nefasta combinación de colores le otorgara más vitola de fantoche que de elegante, pero ni lo clandestino del préstamo ni la urgencia del caso dieron para más. Luego en la fiesta sólo rápidos, que para los bailes lentos la más que perfectible organización del evento no había previsto parejas para todos. A no ser una criatura poco agraciada y bastante bebida que le tocó en suerte ya avanzada la noche y que se le desmadejó entre los brazos al segundo giro, por lo que tuvo que ser escoltada al cuarto de baño por dos solícitas amigas de esas que siempre están al quite, que ni a eso tuvo derecho Cipriano. Al final, no le quedó más remedio que compartir brebajes con el otro infortunado encargado de cambiar los discos y atender las peticiones del público, de lo que sólo pudo sacar en claro una borrachera más que mediana y un insoportable dolor de cabeza al día siguiente.

Atendiendo a estos precedentes, no es de extrañar que Cipriano se sienta mejor tal y como está ahora, con más años pero con menos sinsabores. Y no porque su espíritu sea en sí mismo contentadizo, ni porque sea otro de esos casos que vienen a confirmar el famoso dicho de que quien no se consuela es porque no quiere, que de sinsabores está llena la vida, ahora tanto como antes, y de rebeldías también alberga las suyas nuestro amigo. Es sencillamente la madurez. Esa situación o estado en el que los embates del devenir, bien por repetidos, bien porque la experiencia ya se ha encargado de hacernos saber que rara vez son definitivos, nos pillan con más armas para combatirlos o con más cintura para esquivarlos, y el paso de los años nos enseña que todo tiene su tiempo y que muy pocas son las cosas y las situaciones en las que uno se juega la vida a una carta, que bien mirado, casi todo puede esperar a mañana, cuando la cabeza esté más despejada y el ánimo más dispuesto.

En resumen, que como él mismo no duda en defender, Cipriano es de la opinión de que, por mucho que diga el poeta, no siempre cualquier tiempo pasado fue mejor.


lunes, 10 de enero de 2011

Diario intermitente 10-1-2011


No veo por qué he de negarlo. Nunca he sido muy aficionado a eso de los diarios. Ni a escribirlos, ni a leerlos. A pesar de lo morboso que, al parecer, resulta tomarse el trabajo de meter la nariz en la cotidianeidad de otra persona, tan insignificante, tan extraña, tan de andar por casa como puede ser la de uno.

Y, sin embargo, aquí estoy. La culpa o la inspiración o el rayo de luz, como siempre, es de ella. Esta vez en su forma de espejo, de superficie clara y diáfana en la que consigo verme reflejado con mayor exactitud que cuando dirijo la mirada hacia mí mismo. La cosa vino a ser más o menos así: en mitad de una conversación sobre un tema cualquiera, el tema no importa, ella iba desgranando los eslabones de una cadena de inquietudes, dudas, reticencias que se iban engarzando hasta formar una visión del mundo real que, a modo de resumen, calificaba de “pesimista”. Mientras la escuchaba, mis propias angustias, mis anhelos, mis visiones fragmentarias y, las más de las veces, inconexas salían a la luz, como brotando de aguas aparentemente estancadas que sólo podían encontrar cauce a través de sus palabras. Entonces sentí la necesidad de afrontarlas, de darles algún tipo de forma que me permitiera buscarles una solución o, cuando menos, de convivir dignamente con ellas. De ahí al ejercicio que hoy comienzo no había más que un paso.

No será éste un diario al uso. No considero que mi vida cotidiana esté tan poblada de acontecimientos como para que merezca ser puesta por escrito. De ahí lo de la intermitencia. Pero sí siento la necesidad de establecer un mínimo sistema, sencillo y útil a la vez, en el que plasmar las dudas, las vacilaciones, las esperanzas y las pequeñas tragedias que el acontecer ordinario del mundo en el que habito, a veces vulgar y otras enigmático, en ocasiones amable y en otras cruel, va depositando en mí como el agua turbia al pasar por el cedazo.

La fecha de inicio también es arbitraria. Quizás hubiera sido más ortodoxo dar comienzo a lo que quiera que esto acabe siendo un primero de enero, o tal vez el día en el que empieza un nuevo año de mi vida, o incluso coincidiendo con un solsticio o un equinoccio. Pero las cosas nunca suceden de esta forma, los días señalados tan sólo lo son a posteriori y, como vino a decir alguien más sabio que yo, nada empieza por el principio sino desde algún punto intermedio. Así que la fecha rara vez tendrá importancia.

Queda por dilucidar una última cuestión: ¿por qué publicarlo?, ¿no sería mejor mantener en el anonimato este tipo de cosas como hace la mayoría de la gente? La objeción no es baladí. Yo mismo me la he planteado más de una vez antes de dar este paso y, sin llegar a certeza alguna, he acabado por hacer lo que me ha apetecido. Al fin y al cabo, eso suele ser la expresión más general de lo que se ha venido denominando con el nombre de libertad. Pero, sin menoscabo alguno de lo anterior, también me agrada pensar que este gesto es algo así como abrir una puerta. En una sociedad de habitáculos cerrados, quiero seguir creyendo en la posibilidad de que alguien, en algún lugar, en un tiempo que no tiene porqué ser justo ahora, pueda sentirse reflejado, aludido, identificado o tal vez cuestionado o interpelado por algo de lo que he escrito. ¿Y si, además, ese alguien tiene la solución, o al menos una pista, una indicación de comienzo de sendero, un algo...? En cualquiera de los casos, le ruego encarecidamente que no sienta el menor reparo en contestar, en decir lo que piensa, en poner por escrito aquello que me diría o se diría a sí mismo en una situación similar.

Tenga la seguridad de que será bien recibido.


sábado, 29 de mayo de 2010

La pestilencia


Amanece. Lo primero que alumbran los rayos del sol son las chimeneas de la refinería, eso y las altas antorchas que empiezan a palidecer bajo el resplandor de un fuego mayor. Al abrir las ventanas, un hedor intenso y dulzón, rotundo y agresivo, denso y artificial, se expande inundando hasta los últimos rincones de las casas. Entonces no queda más que volver a cerrar las ventanas y resignarse.

Media mañana. En el supermercado del pueblo un hombre habla en voz alta en medio de un grupo de vecinos – mujeres en su mayoría – que esperan su turno alrededor del mostrador de la carne.

- ¿Huele?, pues claro que huele. Pero eso es lo que nos da de comer. O si no, ¿qué es lo que había aquí antes de que llegara la refinería? Cucarachas y muertos de hambre, eso es lo que había. Lo que pasa es que no sabemos lo que queremos. Agradecidos, eso es lo que deberíamos estar. Con lo que vale un puesto de trabajo hoy en día. Pero no, la gente haciéndose caso de cuatro hijos de mala madre que lo único que quieren es que todo se vaya a la mierda. Y es lo que yo digo, cualquier día esta gente se harta y coge el portante y... ¿entonces qué?, entonces a ver si vienen esos que chillan tanto a repartir puestos de trabajo. A ver. Venga Carmelo, despáchame ya que tengo prisa.

El auditorio se reparte entre los que callan y los que asienten con la cabeza. Nadie contesta.



Hacia el mediodía. En la playa varios chavales miran el mar sentados sobre el poyete que separa la arena de las primeras casas del pueblo. Algunas botellas de cerveza – unas vacías, otras todavía llenas – los acompañan. El rumor de las olas acompasa la circulación de un par de canutos que pasa de mano en mano, de boca en boca.

- Oye, ¿os habéis enterado de que va a haber una parada? Me han dicho que van a necesitar gente.

- Sí, a mí me llamaron la última vez. Pero tú sabes, quince días en una contrata y luego otra vez a la calle.

- Bueno, quince días son quinces días. ¿Adónde hay que apuntarse?, ¿dónde siempre?

- Sí, yo ya tengo preparados los papeles. A ver si esta vez hay suerte y nos llaman a todos.

- Ojalá. Aunque para mí que al Chito ni por esas. Desde que el padre salió en el programa ese diciendo lo que dijo, yo creo que le han echado la cruz a toda la familia para los restos.

- Joder, es que hay gente que no aprende nunca. Con esa gente no valen tonterías. Además, si no les gusta lo que hay pues es lo que yo digo, ahuecando... Oye tú, pasa ya la birra que no es un biberón.

Risas.



Por la tarde. Adentro, en una sala grande con una larga mesa central, la comisión habitual de vecinos se haya reunida con un representante de la dirección de la refinería. En esta ocasión vienen a solicitar la contribución anual para las fiestas del pueblo. La conversación es agradable. Justo cuando se les está indicando dónde debería ir ubicada la publicidad de la entidad, una puerta se abre. La figura del señor director traspone el umbral y tras él uno de los fotógrafos de la revista oficial encargada de difundir las actividades de la empresa. Todos se levantan y hay saludos y parabienes y palmadas en la espalda. Luego, cada cual ocupa el lugar que le corresponde y, a una señal del fotógrafo, miran a la cámara y sonríen.



Las sombras de la noche se ciernen sobre la plaza del pueblo. En el bar, los hombres – aquí sí ampliamente mayoritarios – hablan entre sí o miran la gran pantalla de televisión que preside el local. Apoyado en la barra, uno de ellos se dirige a voces a otros tres o cuatro dispuestos en semicírculo, mientras con una mano sostiene un tubo de cerveza, con la otra da golpes secos sobre la superficie de madera.

- Ecologistas, unos sinvergüenzas, eso es lo que son. Seguro que si los untan bien tragan igual que los demás. Lo que pasa es que los de aquí no vamos a aprender nunca lo que hay que hacer con los que vienen de fuera a darnos lecciones. El medio ambiente, la salud..., chorradas. El trabajo, y que la gente honrada tenga para comer, eso es lo único que importa, ¿o no?. Que la gente enferma y se muere, pues como en todos sitios, ¿o también va a tener la culpa de eso la refinería?, vamos, digo yo. Además, que siempre se han ocupado bien de las viudas y los huérfanos, que hasta los metían a trabajar. ¿O no os acordáis de Paco “El Rubio”?, y eso que el menda se lo buscó. Que había que doblar un turno, ahí estaba “El Rubio”; que había que meterse a soldar donde nadie quería, ahí estaba “El Rubio”, y sin medidas de protección ni nada, hasta que pasó lo que pasó. Pero es lo que decía la empresa, si el trabajador, que es el primer interesado, no toma medidas quién las va tomar. Todavía me acuerdo del día aquel que..



La noche se agiganta. Entre las brumas grisáceas, el ciclópeo e inorgánico ser llamado La Refinería continúa realizando las funciones para las que fue diseñado. Impertérrito, repite una y otra vez los mismos procesos mecánicos y químicos, ajeno a los hombres, a sus frustraciones y a sus bajezas, ajeno a la pequeña multitud de seres insignificantes que laboran en sus intestinos, ajeno a todo lo que no sea su rum-rum ensimismado, el trasiego continuo de fluidos por sus venas metálicas, sus exudaciones de animal enfermo. Mientras tanto, la bahía que lo circunda y que preexistió durante innumerables siglos antes de su llegada, se esfuerza por renovar el milagro cotidiano con los restos de vida que aún palpitan en sus entrañas acuáticas.


domingo, 23 de mayo de 2010

Laura

Justo aquí al lado, en Lo último de Cipriano Gómez, podrá el lector encontrar la historia de Laura.Se trata, para no andarnos con rodeos, de una de esas historias que provienen del pasado, de un tiempo que puede parecernos o no mejor, pero que casi siempre cobijamos con el cariño que se prodiga a aquello que es nuestro, a cuanto consideramos que, de una manera o de otra, nos debe su existencia o, para no pecar de soberbia, no podría haber sido como fue sin nuestro concurso. Pero no pensemos mal. No es que el bueno de Cipriano se haya vuelto un nostálgico con el paso de los años (aunque siempre habrá quien esté dispuesto a afirmar que siempre lo fue). No, más bien se trata, por decirlo de alguna manera, del intento de saldar una deuda, del cumplimiento de una palabra dada, en este caso, a uno mismo. Deudas y compromisos que, por otra parte, son los más fáciles de aplazar pero que quedan ahí, agazapados, a la espera del momento apropiado para transformarse en ineludibles.

viernes, 14 de mayo de 2010

La ausencia


- Dentro de unos años, esto estará lleno de casas y de pisos..., pero eso yo ya no lo veré – dice el viejo.
El niño, que lo mira con fijeza, descubre una sombra triste en el fondo de sus ojos sabios. Quizá por eso contesta:
- No digas eso, abuelito. Lo veremos los dos, ya verás.
El viejo sonríe, aunque sólo a medias, y revuelve la pelambrera del niño con su mano de viejo.
El niño, que es un niño, se deja llevar al fin por la inercia y, como sin querer, retorna a sus juegos.
Arriba el sol, aun en medio de su viaje, brilla pero no quema. Un vientecillo leve mece la hierba alta plagada de puntos blancos y amarillos, salpicados aquí y allá por el grito rojo de la amapola. El niño corre y salta y llama a voces a su hermano en medio del milagro efímero de una primavera que estalla aupándose sobre una tierra que apenas entiende de otra cosa que no sean fríos y calores, de las heladas que la resquebrajan en invierno y del polvo calcinado que la cubre en los largos, asfixiantes veranos. Y entre el verde radiante, cegador, el gris rectilíneo de los nuevos viales recién construidos, avanzadilla del nuevo ensanche urbano, que en su afán por cuadricularlo todo, extienden sus tentáculos de cemento y hormigón como una tela de araña trazada con tiralíneas. En su avance, las obras desenterraron trincheras de la guerra – el viejo lo venía contando mientras subían la cuesta a su paso calmoso –, llenas de cascos oxidados y piezas de correajes roídas por el tiempo:
- Hasta había un obús sin explotar y tuvieron que venir desde Granada unos técnicos del ejército para desmontarlo – relataba.
Por eso el juego de esta tarde es el de la guerra. Por eso los niños se acechan y se emboscan y se disparan entre la hierba que casi los cubre.

El niño que ya no es un niño recuerda. Recuerda el placer de ser alcanzado por ráfagas de mentira, de dejarse caer hundiéndose para ver el cielo entre el frescor vegetal, sintiendo en la piel el abrazo jugoso de la hierba aplastada, el olor a la combinación de líquidos de la tierra y la lluvia, bajo el sol alto, fuerte, allí arriba. Pero irremisiblemente unido al recuerdo gozoso de la vida desbocada, está lo otro. La sombra oscura en los ojos del viejo, el repentino encogimiento del corazón, la sensación de estar recibiendo el anuncio de algo demasiado grande para que él pueda abarcarlo. Hoy, el niño que ya no es un niño lo sabe. Sabe que aquel día recibió el primer anuncio, tuvo la primera noticia de la muerte. Pero no de la muerte de ficción de las películas, de la muerte que siempre está lejos, que siempre tiene que ver con los demás pero nunca con nosotros mismos. Hoy – en realidad, desde hace tiempo – el niño que ya no lo es, sabe que el día de la hierba alta, casi tan alta como él entonces, tuvo la primera noticia de la muerte real, tal cual es. La muerte como una estrecha cornisa que nos asoma a un inmenso abismo de vacío, la muerte como un tajo que nos separa indefectiblemente de todo lo anterior, la muerte como un sumidero de presencias, de miradas, de caricias vividas ayer mismo, la muerte como un enorme, interminable océano de ausencia. Y quizá por eso, apenas dos años después, cuando el viejo, como de costumbre, cumplió con su palabra, el niño lloró. Pero no por el impacto de un golpe inesperado, sino por la amarga aceptación de lo sabido, de la muerte anunciada. Lloró como llora un niño que empieza a dejar de serlo.

Entretanto las sombras de los dos niños se alargan, la tarde se deja caer ahíta de risas y de juegos, y cuando el sol, ya vencido, va buscando reposo sobre la línea del horizonte, el viejo apaga el cigarrillo, se pone lentamente en pié y, recogiendo la sillita plegable, dice:
- Ea, vámonos que ya es la hora.

sábado, 24 de abril de 2010

Vida de Juanillo "El Niño"


Juanillo “El Niño” siempre quiso ver el mar. Lo quiso desde chico, desde que su padre, que hiciera el servicio militar en la marina por los puertos de Cartagena, le contara historias de barcos y de marineros, de calmas y de temporales y de mares embravecidos que albergaban bestias tan antiguas que superaban la memoria de los hombres.

Juanillo “El Niño” siempre vivió en su pueblo, encadenado a la tierra, único destino posible y único medio de subsistencia para su prole. Pero muchas veces, mientras comía la talega bajo la sombra de un chaparro a las horas de la calor, mientras contemplaba como el viento reseco y caliente hacia ondular los campos de espigas, pensaba en olas, en vaivenes acuáticos y en inmensidades de espuma. O con los fríos, en la época de la aceituna, cuando desde la batea traqueteante que le llevaba al tajo miraba como sin ver el relumbre frío de la escarcha, Juanillo “El Niño” se soñaba marinero a bordo de un barco que surcaba aguas cristalinas, sobre un mar en calma, rumbo a puertos de los que nunca podría conocer el nombre.

Por eso cuando los sesenta ya se le iban haciendo viejos, los setenta se le asomaban al umbral de la puerta y la soledad se le hizo grande porque la que le acompañó toda su vida yacía ya bajo la tierra y los hijos vivían una vida que él nunca pudo vivir; Juanillo “El Niño” metió dos mudas en su maleta ajada por el desuso, cogió la viajera hasta la capital y tras preguntar por la salida más próxima a una ciudad con mar, se subió al tren. Se le hizo de noche mirando con asombro, por la ventanilla del vagón, lo grande que era el mundo, hasta que las luces del compartimento y la oscuridad del exterior sólo le devolvieron su propia cara reflejada en el cristal. Entonces sacó de la maleta el bocadillo que su Anita le preparara: “No vaya usted a pasar hambre, padre”, y lo comió lentamente, absorto en la contemplación de las fotografías de trenes y estaciones que tenía frente a sí. Luego se durmió. Si soñó con mares o profundidades oceánicas no lo sabemos, en todo caso él tampoco lo recordaba cuando con las luces de la mañana despertó, la cabeza echada sobre la ventanilla y el peso del viaje sobre los párpados, pero, según supo por el revisor, muy cerca de la estación de destino.

Al saltar al andén sólo hizo dos preguntas: dónde se podía dejar la maleta y por qué parte caía el mar. Con la ligereza que le permitían sus piernas cansadas recorrió calles, recodos y callejuelas de una ciudad extraña de casas grandes con balcones y miradores acristalados; hasta desembocar, en una última revuelta, en un paseo grande, transversal, con una balaustrada erizada de farolas antiguas tras la que habitaba la nada. Con las manos apoyadas en el pretil, la boca abierta y dos redondeces saladas resbalándosele por los surcos de la cara lo vio al fin. Vio la enormidad ondulante, vio el sol rebrillar en los múltiples cristales de la superficie, vio al agua y al cielo juntarse en el horizonte, vio la espuma saltar y romperse contra los bloques de piedra, vio las blancas velas dibujadas en lontananza y vio el vuelo errático de las gaviotas peregrinas.

Entonces, Juanillo “El Niño”, que no había leído nunca un libro entero, recordó los dos únicos versos que aprendiera en su vida:

El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!