martes, 10 de julio de 2012

La vida en una tarjeta


Lo difícil era ponerle nombre, buscar la palabra idónea, el término justo capaz de definir todo lo vivido, todo lo sentido, todo lo hallado. Lo difícil era encontrar, en el baúl sin fondo de los vocablos, uno solo. Aquel que pudiera nombrar en toda su extensión los momentos de pasión, las dificultades superadas y las que quedaban pendientes, las lágrimas vertidas, las risas compartidas, la confianza depositada mutuamente, las miradas, los besos, las caricias. Lo difícil era cuadrar el círculo, encerrar en un conjunto cerrado de signos lo que para él era inconmensurable, inabarcable, irreductible.
Pensó entonces que, si una palabra no era suficiente, quizás muchas sí lo fueran, y se dispuso a contar la historia de sus últimos diez años juntos. Pero pronto comprendió que su esfuerzo era en vano. En primer lugar porque para hacerlo, para escribirlo todo, para no dejarse en el tintero ningún momento importante, necesitaría, al menos, de otros diez años y entonces ya tendría veinte que contar y luego treinta y luego... En segundo lugar porque por mucho que él quisiera, por muchos peligros que estuviera dispuesto a arrostrar, la historia que pretendía contar era la historia de dos, y uno no puede contar la historia de dos, a no ser que la acabe convirtiendo en su propia historia, en la narración de la propia vida, compartida sí, dedicada o entregada, pero propia al fin y al cabo, la historia de uno, no la historia de dos. A esa altura la cabeza le daba tantas vueltas, el vértigo y la insondable profundidad de la empresa se le presentaron con tanta claridad que no tuvo más remedio que abandonarla antes de empezar.
La otra dificultad estribaba en el tiempo. Diez años. Una extensión que, a sus ojos, no tenía límites precisos. Tanto era así que ambos, en alguna ocasión, habían perdido la cuenta, poniendo años de más, extraviando el cómputo como aquellos viajeros que descabalan los días o las distancias imbuidos en la intensidad del viaje, en la contemplación de los territorios ignotos en los que se adentran, abstraídos por la belleza virgen de los parajes que atraviesan. Diez años. Una entidad temporal flexible que lo mismo se contraía hasta alcanzar los contornos nítidos de lo que nos parece que sucedió ayer, o se dilataba en la lejanía de los recuerdos hasta abarcar un espacio formidable capaz de lindar con lo infinito. Diez años. Un tramo teóricamente divisible en meses, días, minutos y segundos; pero imposible de cuantificar si se enfocaba con la mirada interior, con la de lo vivido, con la de los sentimientos, con la del amor.
Lo cual lo llevaba al siguiente problema, el de la medida. ¿Cómo medir lo que no es mensurable?, ¿de qué forma reducir a parámetros manejables lo que se revela inmenso, incontrolable, inaprehensible? En otras palabras, cómo medir el amor. Porque de alguna manera contar, narrar, tiene que ver con ese proceso por el que adaptamos cualquier cosa narrada a los límites de lo expresable, de lo entendible por otro ser humano, aunque ese ser humano sea la persona que comparte nuestra vida. Contar algo es domesticarlo, es intentar echar un lazo a la realidad y hacerla comer de nuestras manos. Extraer del torbellino de lo acontecido algunos fragmentos, algunas imágenes, algunas situaciones, solo aquellas que se dejan, que permiten que las manipulemos y las convirtamos en un discurso coherente, en un conjunto más o menos ordenado de palabras que las expresan o que nos expresan a través de ellas. Bien, pero entonces, ¿cómo contar la mirada que desarma todas tus defensas y se te adentra convirtiéndote en otro o en un tú que es mucho más que tú?, ¿cómo narrar la intensa tibieza de un beso cuando se siente por dentro y tu ser entero se expande y pretende salírsete por los labios?, ¿cómo hacer comprensible la tenue grandeza del instante en el que un retazo de viento esparce su pelo velando el perfil que te mira? Y cómo narrar el amor, el carnal, el embrujo de dos cuerpos que se buscan y se exploran y se funden desafiando al tiempo y a la misma vida. Cómo describir a un tiempo el cuerpo deseado, el que se te ofrenda y el que uno siente por dentro. Cómo convertir en palabras el vértigo enloquecido de la culminación del amor cuando todo lo que respiras es ella, cuando todo lo que saboreas, tocas, oyes, hueles y sientes es ella.
Y con todo, lo que se le hacía más difícil no era lo extraordinario, lo que se relaciona con el acontecimiento, los hechos o momentos recordados tantas veces en común o los que él todavía guardaba en esa región de su mente fronteriza entre la memoria y el ensueño. Lo más difícil era lo más corriente. Lo verdaderamente complicado era intentar expresar lo cotidiano, poner por escrito ese dulce y discreto estar, ese entrañable devenir en el que su vida juntos se iba desenvolviendo, ese espacio sin muros, ese ámbito sin fronteras, pero de alguna forma íntimo, cobijado, defendido contra cualquier inclemencia que pudiera provenir del exterior. Algo parecido a un fluir que elude, que choca, que parece atascarse con las rocas que encuentra en su cauce, pero que siempre permanece fiel a sí mismo y a su continuo brotar. Eso a lo que algunos con tedio llaman costumbre y otros asépticamente convivencia. Ese lugar compuesto de despertares, conversaciones, discusiones, caricias furtivas y besos ligeros, sonrisas sinceras y manos abiertas, planes de viajes y finales de mes. Esa casa construida sobre los cimientos del amor. Ese caminar juntos, donde el tiempo del trabajo, de las obligaciones, de la separación no era más que un paréntesis que se cerraba con alivio cuando el último de los dos entraba por la puerta. Eso, eso precisamente es lo que más le costaba contar.

En resumen:
Quiso contarle todo lo que ella significaba para él.
Quiso construir una historia que fuera la de los dos.
Quiso encontrar un momento, una sola escena, que resumiera los diez años que llevaban juntos.
Quiso buscar la forma de decirle que la quería, que siempre la había querido y que la querría siempre.
Quiso poner el corazón en sus manos en un solo escrito, en una sola carta.
Quiso...

Al final, tomó una pequeña tarjeta y escribió:

Diez años, amor.
Toda una vida... y otra que nos queda por vivir.
Pero ninguna de las dos la concibo sin ti.















miércoles, 6 de abril de 2011

Álbum de fotos

Amada mía:
Como es por la tarde y el cielo está gris y gozo del privilegio de que estés conmigo, aunque sea en la habitación de al lado y tú andes afanada persiguiendo tu sueño que también es el mío porque es el tuyo, como la tarde es propicia y se me ha puesto el alma viajera, como en esos casos los pensamientos deambulan cual chiquillos de un lugar a otro sin rumbo definido, he dado en recordar las veces en que me recriminas, no, si no digo que sea sin razón, por mi nula propensión a hacer o salir en fotografía alguna. Como cuando vamos de viaje y vemos o disfrutamos de lugares que nos gustan y tú tienes que andar colgada de la cámara para fijar el instante, para guardar el recuerdo, y yo ando distraído, mirando aquí y allá, entreteniéndome con cualquier minucia que de pronto se me ha antojado única, indispensable, reveladora. Seguro que tú, que al fin y al cabo eres la que lo sufre, puedes poner muchos y más certeros ejemplos.
Pues bien, considerando que las explicaciones que suelo darte, yo bien lo sé, suelen ser bastante peregrinas y harto confusas, he decidido esta tarde mostrarte algunas de las instantáneas que atesoro en mi álbum de fotos.
La primera de ellas es íntima y sucede en nuestra cama, esa cama que tantos obstáculos y trampas y añagazas y perseverancia nos costó conquistar. Te veo de perfil, la cabeza sobre la almohada y la vista concentrada en el libro que sostienes entre las manos. Y tú lees, y yo leo a tu lado, y releemos en voz alta, el uno para el otro, las frases o los pasajes que más nos gustan, y el tiempo pasa y no nos importa. Hasta que el sueño nos va venciendo y apagamos la luz y nos sumergimos contentos y confiados en la oscuridad compartida, indiferentes a las cuatro de la madrugada que marca el reloj y a que pronto amanecerá y empezará otro día para el resto de los mortales, porque después de tantos sinsabores ahora somos dueños del tiempo, legítimos señores del día y de la noche, aprendices de dioses en el pequeño oasis de felicidad en el que habitamos.
La segunda es nocturna y oceánica y mitológica. En ella tu resurges, a contraluz del disco lunar, de un mar antiguo, Astarté lúbrica nacida de las aguas, surcada de hilos luminosos que resbalan por tu cuerpo, con el pelo liso y mojado cayendo por tu espalda. Y yo asisto, absorto y arrobado, a tu transfiguración última, sobre un lecho de arena frente al mar que tú has convertido en posesión tuya, que te acaricia y te mece con sus dedos de espuma contra la oscuridad infinita del negro de la noche.
En la tercera estás mirándome en la distancia, enmarcada en los califales arcos de la mezquita, y el milagro de la luz y de los espacios eternos refulge en tu imagen vestida de blanco. Y la vista se pierde en la perspectiva perfecta hacia la penumbra del fondo en un tiempo sin edad, en una sabiduría antigua. Mirándote comprendo el irresponsable escándalo que supone el hecho de que tú nunca hubieras estado allí, cuando eres la única entre todos los presentes digna del encuadre, de hollar las losas que pisas, de habitar el aire detenido, de aspirar el perfume de los años. Como si el noble edificio hubiera estado dormitando a la espera, gigantesco guardián de la ciudad que aguarda a su señora de piel cobriza, a la mítica soberana que habrá de ocupar por siempre el lugar que le corresponde entre un mar de columnas.
Entronizada ante la mesa de aquel restaurante de Baeza, te veo en la cuarta. La ciudad de piedra te acoge y te ampara entre sus muros de proporciones renacentistas. Me sonríes con la sonrisa franca y levantas tu copa y yo levanto la mía en lo que, más que un brindis, es un homenaje. Y luego paseamos juntos por las calles estrechas, presintiendo el rumor de las caballerías, de los vaporosos vestidos de las damas y de la arrogancia bizarra de sus altivos galanes. Hasta que el laberinto de callejas desemboca de improviso a los espacios abiertos, al aire transparente, frente a las sierras lejanas, donde paseaba el poeta. Y yo Soñé que tú me llevabas / por una blanca vereda, / en medio del campo verde, / hacia el azul de las sierras, / hacia los montes azules, / una mañana serena.

Pero también hay otras fotografías que quizás no recuerdes. No, no te falla la memoria. Es simplemente que, por ahora, sólo están en mi álbum pero igual quiero compartirlas contigo.
En una estamos sentados en la terraza de un café en el Boulevard Saint Germain. Bebemos vino y coñac vestidos de negro y fumamos devorándonos con los ojos entre las volutas de humo. Hablamos de literatura y de música y de cine y de arte. Hasta del ser y de la nada hablamos mientras pasan las horas y la noche cae sobre la margen izquierda del Sena. Y charlamos y reímos con las luces del café reflejándose en nuestra pupilas, hasta que es muy tarde y ya no queda nadie, hasta que el camarero con su largo mandil y sus bigotes gabachos nos mira impaciente y recoge las mesas. Entonces, sólo entonces, nos levantamos y echamos a andar entrelazados por la cintura y cruzamos el río y la Cité, camino de una buhardilla en Montmartre por las húmedas calles de un París cortazariano, besándonos en cada esquina.
En otra te veo llegar. Yo estoy esperándote junto a la fuente de una enorme plaza bañada por la luz blanquiazul de Lisboa. Tú llegas con una falda larga y la camisa abierta y el viento atlántico juguetea entre tus senos. Te acercas y me sonríes, traviesa me arrebatas el sombrero blanco y me besas en los labios. Te abrazo y respiro la fragancia oceánica que emana de tu pelo. Luego nos vamos y trepamos por las calles empinadas hasta un cuarto de La Alfama donde hacemos el amor desaforadamente, frente a un ventanal abierto por el que se ve una extensión de tejados rojizos y el resplandor marino del Estuario del Tajo.
Hay otra en la que atravieso una puerta acristalada y te encuentro rebuscado entre las pilas de libros de una librería de Palermo Viejo o de las calles reticulares que circundan la Avenida Corrientes. Te saludo y charlamos y “vos te reís del gallego al que se le ha pegado el acento rioplatense”. Y tu risa llena el local y se desborda por todo Buenos Aires y la gente nos mira. Y paseamos tu risa y mi embeleso por toda la Plaza de Mayo, hasta que encontramos una mesa a la sombra de un árbol en una calleja estrecha que da a una plazoleta sin nombre y pedimos unas cervezas y unas empanadillas criollas. Y yo no quiero irme, y le pido al cielo austral que detenga el tiempo y que permanezcamos siempre así, con las manos entrelazadas entre los vasos que trasudan y mi atado de cigarrillos y tu libro envuelto en papel celeste.
Hay una también en la que somos viejos y estamos sentados frente a frente en el compartimento de un tren antiguo que traquetea por la dura estepa castellana. Con la calma que dan los años, vamos pasando revista a nuestra vida juntos, al álbum de fotos que hemos ido compilando a lo largo del tiempo. Sin dejar de mirarnos repasamos el plan que nos hemos trazado y que nos ha de llevar a una ciudad perdida en medio del páramo, donde habrá una plazuela fresca, con jardines y bancos, donde ir a detenernos bajo la tenue penumbra y permanecer allí como dos piedras gemelas, idénticas a sí mismas. Por siempre reencontrados y forasteros por siempre.

lunes, 4 de abril de 2011

Yo también quise ser K


Me recuerdo sentado en el suelo. Si digo que me recuerdo es porque lo que voy a contar ocurrió hace muchos años, tantos que, al extraer hoy las imágenes de mi memoria, me invade una sensación de extrañeza ante el muchacho de barba rala que dice ser yo. O puede que en realidad ese fuera yo y el que ahora recuerda, el que sentado ante un teclado intenta fijar en un papel virtual las huidizas estampas del pasado, no sea más que una versión distorsionada y prostituida de aquel yo que yo era o que pude llegar a ser y no fui. Leer más

martes, 8 de marzo de 2011

OTAN NO. BASES FUERA.


Sobre el escenario un atril, tras el atril un hombre. Un hombre que habla. Sujeto al fondo del escenario ondula un cartel, como una pancarta. Grande, extensa, con emblemas de las organizaciones convocantes y el hongo siniestro de la bomba y el lema. El lema que llevamos coreando las últimas semanas y que repetimos a la menor oportunidad. Como un mantra, como una letanía: OTAN NO. BASES FUERA. Leer más.

lunes, 28 de febrero de 2011

Diario intermitente 28-2-2011



Sentir cómo las palabras van naciendo de la pulsación de mis dedos y del rastro del cursor, dejando una hilera de signos que pueden, o no, adquirir un significado. Rozar el filo del abismo en cada palabra, la angustia infinita de no saber continuar, y ¿qué hará entonces la figura apenas esbozada a la que has dado vida? Tal vez perderse para siempre en el limbo de los personajes sin autor, abortos de algo que se quiso contar y no se supo cómo, instrumentos inservibles y oxidados antes incluso de servir para lo que un día fueran ideados, engendros que arrastran deformidades congénitas y lanzan furiosas invectivas contra aquel que un día tuvo la impericia de hacerlos tal cual son, y que siempre eres tú.
Pero también y junto a eso, o a pesar de ello, vivir. Vivir la experiencia de ir destilando vidas que poco a poco, párrafo a párrafo, van adquiriendo su propia consistencia, aunque tú sabes que, en el fondo, no sean más que reflejos, formaciones caleidoscópicas, espejos deformantes de la única vida que sabes contar y que no puede ser más que la tuya. Pero aún así sigues tejiendo. Tejes mundos vastos y exóticos y llenos de luz, o angostos, asfixiantes tabucos donde la oscuridad y el olor a cerrado son el único sustento de sórdidas criaturas. Mundos que se van desvelando página tras página o capítulo tras capítulo, y mundos apenas insinuados por textos tan reducidos que acaso sólo permitan un flash, un fogonazo en el que la realidad se muestre toda y completa y perfectamente aprehensible, pero sólo durante el tiempo que dura un parpadeo.
Y cuento historias, porque en la base de todo siempre hay una historia. Algo que un día, alguien, yo, ha pensado que merece la pena ser contado, y no por su trascendencia, o tal vez sí, nunca se sabe, sino por que para ese alguien, yo, la historia que se cuenta significa algo o intenta explicar algo o, lo que suele ser más común, esa historia en particular le ha tocado una fibra, un punto débil en el interior de la coraza con la que uno se enfrenta al mundo que no está escrito, que es el de verdad. Y así van surgiendo las historias que cuento, que en ese sentido, y sólo en ese, son inéditas, originales, jamás contadas, por mucho que otro mucho más versado que yo, o menos ingenuo, se apronte a hacerte ver que no hay historias, que todo está ya contado, que a lo único que podemos aspirar es a componer variaciones sobre un mismo tema, a producir versiones más o menos sofisticadas de la única historia, la que ya se ha contado, la que se habrá de contar siempre.
Sin embargo tú, o yo en este caso, escribo y ordeno palabras que tratan de expresar ideas, y borro y vuelvo atrás, y empiezo de nuevo, y corrijo. Y algunas veces, las más afortunadas, aunque también las más escasas, la escritura fluye, cada palabra encuentra su lugar idóneo y las frases se acomodan gustosas, urdiendo un cauce por el que, lo que ha de ser contado, transita afable hacia su conclusión lógica y final. Mientras que otras, las más de ellas, me arrastro por la página entre frases levantiscas, donde cada término que uso es una trampa, una baldosa mal encajada donde tropiezo una y otra vez, pero sobre la que hay que volver indefectiblemente hasta que se la remueve, se la sustituye o se la vuelve a ajustar y entonces, sólo entonces, se puede avanzar pero, eso sí, sin perderla de vista, mirándola de reojo para que no reincida en su voluntad tozuda de estropearlo todo. Esos días, cada párrafo es una cumbre que hay que escalar y cada página una laboriosa victoria que se parece demasiado a la derrota.
Lo más extraño es que nunca pienso si lo que estoy escribiendo es malo o bueno, o si tan siquiera merecía la pena haberlo escrito. No, al menos mientras lo escribo. Después sí, y entonces lo borro, o lo tiro, o lo paladeo y lo disfruto y luego lo guardo, o lo atesoro, o lo dejo aparte y luego lo olvido. Pero ya está escrito. La urgencia, la necesidad de ponerse ante el teclado o ante la hoja de papel y empezar a verter algo que no tiene nombre pero que brota de uno sin pedir permiso ya está satisfecha. Ahora puedo sentarme tranquilamente y leer lo que otro, aquejado de la misma enfermedad, hizo antes que yo. Y así hasta la próxima vez. Aunque hay días que no, días aciagos en los que quiero y no puedo. Días interminables en los que, por mucho que el gusano te siga royendo por dentro, no hay nada que hacer. El pozo se seca y el agua sale estancada, podrida, inservible. Días de los que mejor no hablar.
Y todo esto venía a algo que se puede decir usando sólo cuatro palabras: Estoy escribiendo otra vez.

domingo, 20 de febrero de 2011

Nocturno y Sintra II


La niebla, las nubes bajas, los vahos de la noche. Arriba, entre la negra espesura, la quinta, débilmente iluminada, aparece y desaparece. Su porte aristocrático emergiendo de la bruma a intervalos irregulares, las agujas de su techumbre perforando las masas gaseosas. Abajo las calles, como superpuestas. Cintas empedradas custodiadas por construcciones a dos aguas, de tejados impolutos, restaurados. Trazos curvilíneos fosforescentes de humedad al resplandor de las luminarias adosadas a las paredes de las casas.

Una reducida terraza con una mesa y dos sillones de hierro. Dos personas, que somos tú y yo, que fuman y contemplan y conversan en voz baja. “Precio del día. Habitación doble. Vistas al valle”, había dicho el recepcionista del hotel. Y el silencio. Un silencio oscuro, de brisa entre los árboles, el chal sobre tus hombros, de rumores nocturnos, allá lejos pero ahí, enfrente. Y la sensación panorámica. La impresión de presenciar una representación que no es más que un decorado estático. Como si el bosque y las calles y las casas y la quinta, allá arriba, no tuvieran más misión que estar, más finalidad que formar parte de una composición diseñada y orquestada para que dos observadores nocturnos pudieran admirarla desde la terraza de una habitación de hotel.

Es tarde, tal vez muy tarde. Tarde para los ruidos del devenir cotidiano, para el trasiego humano extendiéndose como una plaga, invadiendo los últimos espacios de intimidad con sus ronroneos mecánicos, con sus chirridos electrónicos, con la mezcolanza vociferante de sus conversaciones. Hace rato ya de las últimas pisadas sobre las piedras de la calle, allí abajo, y de una llave que gira en su cerradura y del crujir de una puerta que se cierra. Ahora los hombres y las mujeres duermen, o se revuelven insomnes en sus camas. O se aman, ignorando la presencia de dos seres sentados sobre las almohadillas de sus sillones de forja que fuman despacio y pasean sus miradas por los muros que los protegen.

Tan sólo queda una luz. Una ventana iluminada en la fachada de una casa alta, justo en el nivel inferior al nuestro. Un halo amarillento que se filtra a través de una transparencia de cortinas que sugiere un espacio con siluetas de muebles y cuadros en las paredes. Alguien que lee, o escribe, o escucha música en la quietud de la noche. ¿Por qué nos negamos a imaginarnos a un hombre, en pijama y repantigado en un sofá, que mira con desgana un programa de televisión? Porque no. Porque no puede ser. Al menos no allí. Con el bosque en penumbra y las calles recoletas serpeando en la ladera y la quinta, allá arriba, entre la niebla. El hombre, no sabemos porqué hemos decidido que sea un hombre, está haciendo algo. Algo que tiene que ver con el arte, con la historia, con la cultura. Algo que tiene que estar necesariamente en consonancia con el resto del decorado. Pienso que, a lo mejor, no hace nada, que simplemente es el guardián. El encargado de que la representación nocturna a la que asistimos siga su curso. Puede que hasta más que eso. Puede que sea quien la dibuja, quien dispone el ritmo y la cadencia, quien distribuye el espesor de la niebla, el fulgor de la luna, el frescor de la brisa. Y lo llamo el arquitecto. Y lo veo ante su mesa de dibujo, bosquejando la ubicación de cada elemento de la composición, trazando líneas de fuga, pendiente de un panel de mando lleno tiradores y manivelas con las que corrige las variaciones no deseadas del gran mecanismo.

De repente, o poco a poco, no sabríamos precisarlo, el disco de la luna se asoma en medio de un claro e ilumina la quinta que refulge con la cuadrícula vidriada de sus largos ventanales, con la lisa blancura de sus revoques, con el brillo del rocío resbalando por las pendientes de sus cubiertas. Y nos quedamos absortos, como si todo lo visto hasta ahora sólo hubiera sido el preámbulo de aquel momento, un largo ejercicio preparatorio en el que cada integrante de la representación hubiera ido buscando su marca, el lugar exacto que habría de ocupar cuando el milagro de la luz se manifestase en toda su extensión.

Pero todo pasa, y pasa pronto. Y un cúmulo de nubes, o de niebla, o de vahos de la noche, vuelve a velar la luna. Y la luz se apaga, o se atenúa. Y la quinta vuelve a su penumbra. Al bajar la mirada, la ventana del arquitecto ya no luce. Sin asombro, pienso que todo está concluido. Que lo que queda por ver sólo es una repetición de lo mismo, una proyección continua del mismo movimiento que alguien, el arquitecto, ha dejado programada hasta que el sol salga mañana por encima de las montañas.

Así que nos miramos con las manos entrelazadas, y acercamos los rostros, y nos besamos. Luego, fumamos el último cigarrillo y, sin ruido, como intentando no romper un frágil equilibrio, volvemos a entrar en la habitación. Y apagamos la última luz que queda encendida en Sintra.


domingo, 13 de febrero de 2011

Espichel


La carretera serpea. Su rastro de ofidio va dejando a ambos lados pequeños núcleos de casas, racimos de construcciones donde vive gente. Paradas oxidadas con marquesinas contra la lluvia, ajadas furgonetas de reparto. Vida humana expandida, colonizando la tierra hasta sus mismos límites. Y una sensación de anticipación que no llega a consumarse, como un hilo de Ariadna que jugara a desenredarse eternamente. “¿Cuánto crees que quedará?” “No lo sé, pero ya no puede faltar mucho”. Y así, una y otra vez. Interminablemente.

Y de pronto, los árboles se hacen escasos y luego desaparecen, porque ya no tienen razón de ser. Y la carretera se pierde en una explanada de tierra con coches estacionados, peregrinos más madrugadores, buscadores encorvados bajo el peso de las cámaras de fotos. Pero no hay muchos, sólo los inevitables.

Bajamos y el suelo cruje. Porque aquí el suelo es de concha. Miles, millones de conchas trituradas que tapizan las veredas y se amontonan junto a los matojos. Conchas ofrecidas al público en un tenderete. Fantásticas concavidades calcáreas construidas por seres más antiguos que el propio hombre, puestas a la venta, reclamo de turistas. Y una furgoneta con las traseras abiertas, donde se venden refrescos y café y dulces. Y una sombrilla roja, de Coca- Cola, con su mesa y sus sillones de plástico a juego. Todos vacíos.

Y al fondo la iglesia, una iglesia grande, desproporcionada, que se recorta contra el cielo. Dos torres, una fachada descascarada y una enorme puerta añosa, cerrada a cal y canto. Y a sus flancos dos filas de construcciones porticadas, de un blanco sucio, que le dan al conjunto un aire de película mejicana llena de sol y de abandono. Santuario de Nossa Senhora do Cabo, dice el letrero.

Obviamos a Nossa Senhora y seguimos camino. Apenas un mísero sendero que conduce a la nada. Y descubrimos que la nada no es blanca, ni negra, ni transparente. La nada es azul. Azul cielo y azul mar. Apenas separados por un remedo de línea horizontal a la que, por costumbre, llamamos horizonte. Una nada que sólo rompe un receptáculo cuadrado, un prisma cubierto por una cúpula de imposible aspecto oriental, rodeado por un murete de piedra que se asoma al abismo, sobre el que una mujer sentada intenta leer algo en un libro mientras que con la otra mano se sujeta la pamela. Otra capilla, pienso, pero esta vez ni siquiera nos acercamos a leer el letrero, atraídos por un poder más grande que el de los valedores sobrenaturales. El poder del borde, la atracción del abismo. La seducción de verse envuelto en el dramático enfrentamiento de fuerzas inmensas. La luz del sol reflejada en el cristal de las aguas y en el ocre blanquecino de la tierra. La potencia del mar deshaciéndose en espumas allá abajo. La solidez agresiva de la roca encarándose al embate de las olas. La fuerza del viento zarandeando inmisericorde a cuanto ose despegarse del suelo. Y la tentación de la gravedad, el deseo irracional de hacerse juguete de los elementos, y dejarse caer, y despeñarse.

Quizá por eso nos abrazamos. Tal vez porque, de alguna manera inconsciente, supimos que sólo éramos dos seres humanos sumidos en el vórtice de la confrontación eterna. Y allí, cobijados el uno en el otro, permanecimos por un tiempo que después nunca fuimos capaces de cuantificar. Hasta que por obra de un acuerdo tácito, o simplemente porque percibimos el sonido de otras voces acercándose, dimos la vuelta, dejando a nuestras espaldas el fin del mundo, el finis terrae de los antiguos. Y así, entrelazados y todavía absortos, emprendimos el camino de regreso. Agradecidos del calor mutuo, de la acogedora sensación de disponer de otro cuerpo al que aferrarse.

Y sintiéndonos infinitamente más pequeños.