sábado, 29 de mayo de 2010

La pestilencia


Amanece. Lo primero que alumbran los rayos del sol son las chimeneas de la refinería, eso y las altas antorchas que empiezan a palidecer bajo el resplandor de un fuego mayor. Al abrir las ventanas, un hedor intenso y dulzón, rotundo y agresivo, denso y artificial, se expande inundando hasta los últimos rincones de las casas. Entonces no queda más que volver a cerrar las ventanas y resignarse.

Media mañana. En el supermercado del pueblo un hombre habla en voz alta en medio de un grupo de vecinos – mujeres en su mayoría – que esperan su turno alrededor del mostrador de la carne.

- ¿Huele?, pues claro que huele. Pero eso es lo que nos da de comer. O si no, ¿qué es lo que había aquí antes de que llegara la refinería? Cucarachas y muertos de hambre, eso es lo que había. Lo que pasa es que no sabemos lo que queremos. Agradecidos, eso es lo que deberíamos estar. Con lo que vale un puesto de trabajo hoy en día. Pero no, la gente haciéndose caso de cuatro hijos de mala madre que lo único que quieren es que todo se vaya a la mierda. Y es lo que yo digo, cualquier día esta gente se harta y coge el portante y... ¿entonces qué?, entonces a ver si vienen esos que chillan tanto a repartir puestos de trabajo. A ver. Venga Carmelo, despáchame ya que tengo prisa.

El auditorio se reparte entre los que callan y los que asienten con la cabeza. Nadie contesta.



Hacia el mediodía. En la playa varios chavales miran el mar sentados sobre el poyete que separa la arena de las primeras casas del pueblo. Algunas botellas de cerveza – unas vacías, otras todavía llenas – los acompañan. El rumor de las olas acompasa la circulación de un par de canutos que pasa de mano en mano, de boca en boca.

- Oye, ¿os habéis enterado de que va a haber una parada? Me han dicho que van a necesitar gente.

- Sí, a mí me llamaron la última vez. Pero tú sabes, quince días en una contrata y luego otra vez a la calle.

- Bueno, quince días son quinces días. ¿Adónde hay que apuntarse?, ¿dónde siempre?

- Sí, yo ya tengo preparados los papeles. A ver si esta vez hay suerte y nos llaman a todos.

- Ojalá. Aunque para mí que al Chito ni por esas. Desde que el padre salió en el programa ese diciendo lo que dijo, yo creo que le han echado la cruz a toda la familia para los restos.

- Joder, es que hay gente que no aprende nunca. Con esa gente no valen tonterías. Además, si no les gusta lo que hay pues es lo que yo digo, ahuecando... Oye tú, pasa ya la birra que no es un biberón.

Risas.



Por la tarde. Adentro, en una sala grande con una larga mesa central, la comisión habitual de vecinos se haya reunida con un representante de la dirección de la refinería. En esta ocasión vienen a solicitar la contribución anual para las fiestas del pueblo. La conversación es agradable. Justo cuando se les está indicando dónde debería ir ubicada la publicidad de la entidad, una puerta se abre. La figura del señor director traspone el umbral y tras él uno de los fotógrafos de la revista oficial encargada de difundir las actividades de la empresa. Todos se levantan y hay saludos y parabienes y palmadas en la espalda. Luego, cada cual ocupa el lugar que le corresponde y, a una señal del fotógrafo, miran a la cámara y sonríen.



Las sombras de la noche se ciernen sobre la plaza del pueblo. En el bar, los hombres – aquí sí ampliamente mayoritarios – hablan entre sí o miran la gran pantalla de televisión que preside el local. Apoyado en la barra, uno de ellos se dirige a voces a otros tres o cuatro dispuestos en semicírculo, mientras con una mano sostiene un tubo de cerveza, con la otra da golpes secos sobre la superficie de madera.

- Ecologistas, unos sinvergüenzas, eso es lo que son. Seguro que si los untan bien tragan igual que los demás. Lo que pasa es que los de aquí no vamos a aprender nunca lo que hay que hacer con los que vienen de fuera a darnos lecciones. El medio ambiente, la salud..., chorradas. El trabajo, y que la gente honrada tenga para comer, eso es lo único que importa, ¿o no?. Que la gente enferma y se muere, pues como en todos sitios, ¿o también va a tener la culpa de eso la refinería?, vamos, digo yo. Además, que siempre se han ocupado bien de las viudas y los huérfanos, que hasta los metían a trabajar. ¿O no os acordáis de Paco “El Rubio”?, y eso que el menda se lo buscó. Que había que doblar un turno, ahí estaba “El Rubio”; que había que meterse a soldar donde nadie quería, ahí estaba “El Rubio”, y sin medidas de protección ni nada, hasta que pasó lo que pasó. Pero es lo que decía la empresa, si el trabajador, que es el primer interesado, no toma medidas quién las va tomar. Todavía me acuerdo del día aquel que..



La noche se agiganta. Entre las brumas grisáceas, el ciclópeo e inorgánico ser llamado La Refinería continúa realizando las funciones para las que fue diseñado. Impertérrito, repite una y otra vez los mismos procesos mecánicos y químicos, ajeno a los hombres, a sus frustraciones y a sus bajezas, ajeno a la pequeña multitud de seres insignificantes que laboran en sus intestinos, ajeno a todo lo que no sea su rum-rum ensimismado, el trasiego continuo de fluidos por sus venas metálicas, sus exudaciones de animal enfermo. Mientras tanto, la bahía que lo circunda y que preexistió durante innumerables siglos antes de su llegada, se esfuerza por renovar el milagro cotidiano con los restos de vida que aún palpitan en sus entrañas acuáticas.


domingo, 23 de mayo de 2010

Laura

Justo aquí al lado, en Lo último de Cipriano Gómez, podrá el lector encontrar la historia de Laura.Se trata, para no andarnos con rodeos, de una de esas historias que provienen del pasado, de un tiempo que puede parecernos o no mejor, pero que casi siempre cobijamos con el cariño que se prodiga a aquello que es nuestro, a cuanto consideramos que, de una manera o de otra, nos debe su existencia o, para no pecar de soberbia, no podría haber sido como fue sin nuestro concurso. Pero no pensemos mal. No es que el bueno de Cipriano se haya vuelto un nostálgico con el paso de los años (aunque siempre habrá quien esté dispuesto a afirmar que siempre lo fue). No, más bien se trata, por decirlo de alguna manera, del intento de saldar una deuda, del cumplimiento de una palabra dada, en este caso, a uno mismo. Deudas y compromisos que, por otra parte, son los más fáciles de aplazar pero que quedan ahí, agazapados, a la espera del momento apropiado para transformarse en ineludibles.

viernes, 14 de mayo de 2010

La ausencia


- Dentro de unos años, esto estará lleno de casas y de pisos..., pero eso yo ya no lo veré – dice el viejo.
El niño, que lo mira con fijeza, descubre una sombra triste en el fondo de sus ojos sabios. Quizá por eso contesta:
- No digas eso, abuelito. Lo veremos los dos, ya verás.
El viejo sonríe, aunque sólo a medias, y revuelve la pelambrera del niño con su mano de viejo.
El niño, que es un niño, se deja llevar al fin por la inercia y, como sin querer, retorna a sus juegos.
Arriba el sol, aun en medio de su viaje, brilla pero no quema. Un vientecillo leve mece la hierba alta plagada de puntos blancos y amarillos, salpicados aquí y allá por el grito rojo de la amapola. El niño corre y salta y llama a voces a su hermano en medio del milagro efímero de una primavera que estalla aupándose sobre una tierra que apenas entiende de otra cosa que no sean fríos y calores, de las heladas que la resquebrajan en invierno y del polvo calcinado que la cubre en los largos, asfixiantes veranos. Y entre el verde radiante, cegador, el gris rectilíneo de los nuevos viales recién construidos, avanzadilla del nuevo ensanche urbano, que en su afán por cuadricularlo todo, extienden sus tentáculos de cemento y hormigón como una tela de araña trazada con tiralíneas. En su avance, las obras desenterraron trincheras de la guerra – el viejo lo venía contando mientras subían la cuesta a su paso calmoso –, llenas de cascos oxidados y piezas de correajes roídas por el tiempo:
- Hasta había un obús sin explotar y tuvieron que venir desde Granada unos técnicos del ejército para desmontarlo – relataba.
Por eso el juego de esta tarde es el de la guerra. Por eso los niños se acechan y se emboscan y se disparan entre la hierba que casi los cubre.

El niño que ya no es un niño recuerda. Recuerda el placer de ser alcanzado por ráfagas de mentira, de dejarse caer hundiéndose para ver el cielo entre el frescor vegetal, sintiendo en la piel el abrazo jugoso de la hierba aplastada, el olor a la combinación de líquidos de la tierra y la lluvia, bajo el sol alto, fuerte, allí arriba. Pero irremisiblemente unido al recuerdo gozoso de la vida desbocada, está lo otro. La sombra oscura en los ojos del viejo, el repentino encogimiento del corazón, la sensación de estar recibiendo el anuncio de algo demasiado grande para que él pueda abarcarlo. Hoy, el niño que ya no es un niño lo sabe. Sabe que aquel día recibió el primer anuncio, tuvo la primera noticia de la muerte. Pero no de la muerte de ficción de las películas, de la muerte que siempre está lejos, que siempre tiene que ver con los demás pero nunca con nosotros mismos. Hoy – en realidad, desde hace tiempo – el niño que ya no lo es, sabe que el día de la hierba alta, casi tan alta como él entonces, tuvo la primera noticia de la muerte real, tal cual es. La muerte como una estrecha cornisa que nos asoma a un inmenso abismo de vacío, la muerte como un tajo que nos separa indefectiblemente de todo lo anterior, la muerte como un sumidero de presencias, de miradas, de caricias vividas ayer mismo, la muerte como un enorme, interminable océano de ausencia. Y quizá por eso, apenas dos años después, cuando el viejo, como de costumbre, cumplió con su palabra, el niño lloró. Pero no por el impacto de un golpe inesperado, sino por la amarga aceptación de lo sabido, de la muerte anunciada. Lloró como llora un niño que empieza a dejar de serlo.

Entretanto las sombras de los dos niños se alargan, la tarde se deja caer ahíta de risas y de juegos, y cuando el sol, ya vencido, va buscando reposo sobre la línea del horizonte, el viejo apaga el cigarrillo, se pone lentamente en pié y, recogiendo la sillita plegable, dice:
- Ea, vámonos que ya es la hora.

sábado, 24 de abril de 2010

Vida de Juanillo "El Niño"


Juanillo “El Niño” siempre quiso ver el mar. Lo quiso desde chico, desde que su padre, que hiciera el servicio militar en la marina por los puertos de Cartagena, le contara historias de barcos y de marineros, de calmas y de temporales y de mares embravecidos que albergaban bestias tan antiguas que superaban la memoria de los hombres.

Juanillo “El Niño” siempre vivió en su pueblo, encadenado a la tierra, único destino posible y único medio de subsistencia para su prole. Pero muchas veces, mientras comía la talega bajo la sombra de un chaparro a las horas de la calor, mientras contemplaba como el viento reseco y caliente hacia ondular los campos de espigas, pensaba en olas, en vaivenes acuáticos y en inmensidades de espuma. O con los fríos, en la época de la aceituna, cuando desde la batea traqueteante que le llevaba al tajo miraba como sin ver el relumbre frío de la escarcha, Juanillo “El Niño” se soñaba marinero a bordo de un barco que surcaba aguas cristalinas, sobre un mar en calma, rumbo a puertos de los que nunca podría conocer el nombre.

Por eso cuando los sesenta ya se le iban haciendo viejos, los setenta se le asomaban al umbral de la puerta y la soledad se le hizo grande porque la que le acompañó toda su vida yacía ya bajo la tierra y los hijos vivían una vida que él nunca pudo vivir; Juanillo “El Niño” metió dos mudas en su maleta ajada por el desuso, cogió la viajera hasta la capital y tras preguntar por la salida más próxima a una ciudad con mar, se subió al tren. Se le hizo de noche mirando con asombro, por la ventanilla del vagón, lo grande que era el mundo, hasta que las luces del compartimento y la oscuridad del exterior sólo le devolvieron su propia cara reflejada en el cristal. Entonces sacó de la maleta el bocadillo que su Anita le preparara: “No vaya usted a pasar hambre, padre”, y lo comió lentamente, absorto en la contemplación de las fotografías de trenes y estaciones que tenía frente a sí. Luego se durmió. Si soñó con mares o profundidades oceánicas no lo sabemos, en todo caso él tampoco lo recordaba cuando con las luces de la mañana despertó, la cabeza echada sobre la ventanilla y el peso del viaje sobre los párpados, pero, según supo por el revisor, muy cerca de la estación de destino.

Al saltar al andén sólo hizo dos preguntas: dónde se podía dejar la maleta y por qué parte caía el mar. Con la ligereza que le permitían sus piernas cansadas recorrió calles, recodos y callejuelas de una ciudad extraña de casas grandes con balcones y miradores acristalados; hasta desembocar, en una última revuelta, en un paseo grande, transversal, con una balaustrada erizada de farolas antiguas tras la que habitaba la nada. Con las manos apoyadas en el pretil, la boca abierta y dos redondeces saladas resbalándosele por los surcos de la cara lo vio al fin. Vio la enormidad ondulante, vio el sol rebrillar en los múltiples cristales de la superficie, vio al agua y al cielo juntarse en el horizonte, vio la espuma saltar y romperse contra los bloques de piedra, vio las blancas velas dibujadas en lontananza y vio el vuelo errático de las gaviotas peregrinas.

Entonces, Juanillo “El Niño”, que no había leído nunca un libro entero, recordó los dos únicos versos que aprendiera en su vida:

El mar. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!

lunes, 12 de abril de 2010

Cipriano y el amor

Para Ella, como siempre.



No es extraño en Cipriano que, de improviso, en el momento menos pensado,recuerde el día en que se enamoró. Esto no quiere decir que en su vida no haya habido otros amoríos, que otras personas no hayan ocupado un lugar en sus pensamientos durante algún tiempo. Lo que sucede es que después de aquella vez nada de lo vivido podría ser calificado en justicia como amor y nada de lo sentido puede, para Cipriano, alcanzar el rango reservado al concepto“estar enamorado”.

Hasta aquí nada se sale de lo que debería ser habitual en una persona dotada de sentimientos y que, además, tiene la suerte de encontrar en su camino a otra capaz de despertárselos. Lo excepcional, en el caso de Cipriano, es que este día no siempre coincide. O dicho de otra forma, en las charlas recordatorias que mantiene con Ella ese día no es siempre el “oficial”.

Expliquémonos. Por lo general cuando el tipo de charlas al que antes nos referíamos tiene lugar, cosa que suele ocurrir con bastante frecuencia, lo normal es que el río de las remembranzas les lleve hasta las luces de un coche que alumbra una carretera que lleva a Portugal, a una ruta de pueblos sin nombre definido y bosques de encinas apenas entrevistos al trazar cada curva. También, a la conversación interminable y a una mano que se posa y a un puesto fronterizo deshabitado, como si todas las fronteras, las terrestres y las otras, se hubieran venido abajo de pronto en la misma noche. Y luego, los muros blanquecinos de una vetusta ciudad portuguesa engrandeciéndose ante el cristal o los árboles oscuros de una plaza desierta por la que ambos pasean a esa hora irreal que precede al amanecer o incluso, al sabor dulce e intenso de un “bica” acompañado con algo que debían ser tostadas y que por arte de magia, de magia portuguesa, acabó convertido en una cosa de lo más parecido a un sándwich de jamón y queso, y que, sin embargo, ambos devoraron entre risas en un bar sólo frecuentado a esas horas por operarios municipales. Y por último, el viaje de vuelta, un tránsito soñoliento a través de un paisaje que nada tenía que ver con el de la noche anterior, como si el tiempo también se rezagara intentando aplazar el insoslayable reingreso en la realidad.

Pues bien, a pesar de ello cuando Cipriano piensa a solas o cuando, en mitad de una lectura o de un trayecto en coche, empieza a conversar consigo mismo, el recuerdo es otro. Para empezar el escenario cambia, aunque también sea de noche. Ahora él está frente al mar en uno de esos miradores que abundan en los paseos marítimos de las ciudades de la costa. Ella está a su lado, al menos ella cuando todavía no era Ella o cuando sí pero todavía no. Sus cuerpos se acercan, se rozan y se apegan de una manera equívoca, envueltos en una lluvia prescindible, superflua. Enfrente el mar se encrespa y se alborota y a través del estruendo, salpicada por la espuma, ella (que aún no es Ella), está hablando y dice:
¬ En ese mar tan hermoso ellos se hunden y ahí mueren.
Cipriano sabe a qué se refiere, sabe que habla de naufragios, de sueños destrozados entre el oleaje y la noche, de pateras, de la miserable muerte de los que huyen de la miseria; y sabe que ella llora mientras habla, aunque sus lágrimas se confundan con las gotas de lluvia. Entonces, justo en ese instante, el tiempo se detiene, como si se hubiera quedado suspendido de la redondez de una lágrima o de un jirón de espuma y no hay nada más que ellos dos y el mar y la noche. Y todo queda ahí, al menos hasta que, desde un tiempo o un espacio remotos, unas voces llegan y se imponen como esos sonidos que se cuelan en nuestros sueños hasta arrancarnos dolorosamente de donde habíamos decidido quedarnos aunque sólo fuera un poco más. Voces de compañeros que los llaman, que gritan sus nombres y los hacen volver al mundo de los demás.
Luego, una confusa despedida y un camino de vuelta a una casa que ya, ahora lo sabe, no puede ser la suya. A pie, bajo una lluvia ahora sí perceptible, sintiendo el frío que se filtra a través de la gabardina completamente calada y el sabor de un cigarrillo húmedo apenas protegido por el dorso de la mano, en su cabeza retumba un solo pensamiento que es un martilleo, un pensamiento que alberga la cobardía:
“No puede ser... sólo conseguiría perderla”.

Los años, uno tras otro, han ido pasando desde aquel día y Ella sigue a su lado. De alguna manera, para Cipriano, este hecho, en apariencia tan simple, no deja de ser una sorpresa cotidiana, sobre todo cuando piensa en lo difícil que debe resultar para cualquier persona soportar sus impredecibles cambios de humor, sus ensimismamientos, sus prisas y sus pausas, esa forma desordenada de vivir dentro del orden más estricto, en fin, todo lo que Ella, con grandes dosis de piedad, llama “sus rarezas”. Por su parte, lo único que puede decir sin temor a equivocarse es que si algo tiene claro en esta vida es que, si volviera a nacer, recorrería todo el mundo, atravesaría todos los mares, traspondría todas las montañas para volver a encontrarla de noche, bajo la lluvia, frente al mar.

lunes, 5 de abril de 2010

Instrucciones para escribir un cuento malo


Para escribir un cuento, un cuento malo o un cuento vulgar, como muchos de los que andan por el mundo, usted necesita una historia. Si en estos momentos dispone de una ¡enhorabuena!, se ha ahorrado usted buena parte del trabajo. Pero como las historias no siempre están ahí, a disposición del primero que llega, y como en no pocas ocasiones aunque se tengan en la punta de la lengua se resisten a salir, lo que le recomendamos es que se busque usted un protagonista.

Seleccione usted a su protagonista con cuidado. En principio da igual que sea un hombre o una mujer – escribir cuentos tiene la ventaja de que uno siempre se puede meter en la piel del otro (o de la otra) aunque sea de forma clandestina o incluso impostora –, también puede ser algún tipo de ente extraño producto de su fructífera imaginación, aunque no se haga demasiadas ilusiones con este tipo de seres porque, por muy extravagante o alejado de la realidad que queramos imaginarlo, siempre acabará mostrando rasgos humanos y su comportamiento no excederá en mucho del que pudiera desarrollar cualquier hombre o cualquier mujer. ¿Y eso por qué?, se preguntará usted. La respuesta es sencilla y obedece a la máxima cien veces comprobada de que, al fin y a la postre, los seres humanos sólo sabemos escribir sobre nosotros mismos.

Una vez creado el protagonista – o la protagonista, quede clara nuestra intención de no minusvalorar la entidad literaria de los personajes femeninos –, lo más conveniente es verlo. Sí, contemplarlo, y darle unos toquecitos con el dedo para que se mueva y se desperece. Es tan tierno verlo así, pequeñito aún, desvalido y, al fin y al cabo hijo de nuestra propia sangre, que lo más normal es que, casi de inmediato, se le tome cariño – aunque el autor no tiene más remedio que admitir, para no faltar a la verdad, que por algunos de los suyos ha llegado a sentir verdadero odio, hasta el punto de hacerles pasar, aunque sólo fuera en contadas ocasiones, por tormentos que no hubiera deseado a enemigos más merecedores de ellos –. En cualquier caso, observar al protagonista tiene como primer beneficio que la historia empieza a acotarse. Y eso por la sencilla razón de que, por mucha imaginación que le ponga usted al asunto, hay cosas que a determinados personajes no le pueden pasar. Supongamos que usted ha elegido como protagonista de su cuento a un profesor de instituto rechoncho, calvo y ensimismado en el estudio de los clásicos grecolatinos; pues bien, a nuestro querido profesor lo podrá abandonar su mujer, harta de soportar la indiferencia de un hombre que se comporta y conduce como si se tratara de un ciudadano de una polis del Asia Menor o de la Magna Grecia; también es posible que en uno de los pasillos de la biblioteca que habitualmente visita para realizar sus investigaciones, nuestro héroe se encuentre un día cara a cara con la muerte y que ésta, ataviada con todos sus atributos clásicos, lo emplace a mantener el diálogo definitivo; o incluso, no sería muy descabellado pensar – literariamente hablando – que al insigne profesor se le apareciese en una noche de insomnio el fantasma de uno de sus venerados autores, pongamos por caso el divino Virgilio, para revelarle algún dictado esencial para su vida o para la del resto de los mortales. Todo eso puede ser. Pero difícilmente a nuestro estudioso y cincuentón amigo se le puede ocurrir convertirse en matón o guardaespaldas a sueldo de un gánster adolescente y mucho menos factible resulta que además le sea admitida tal solicitud. Simplemente esas cosas no pasan.

Aclarado este punto, todavía nos queda por realizar un último trabajo con nuestro o nuestra protagonista – no nos cansaremos nunca de insistir sobre este punto –. Es decir, una vez seleccionado y conocido nuestro personaje central, llegado es el momento de ubicarlo, o dicho de otra manera, de situarlo en un espacio y una época concreta. No creemos necesario hacer más hincapié en la importancia de esta tarea, pero sí dejar claro que no se trata de un ejercicio árido e insufrible, todo lo contrario, para nosotros y para muchos de los autores más reputados, esta etapa constituye una de las más interesantes del juego literario por cuanto, además de mejorar notablemente la calidad de la obra terminada, uno siempre aprende algo. Lo que sí nos parece merecedor de que nos extendamos un poco más en nuestra exposición, es el famoso dilema de cómo plasmar esta labor de ubicación en su obra narrativa. Tras largos años de investigación sobre el tema y tras recoger los resultados, siempre fructíferos, de los numerosos debates habidos a lo largo y ancho de la historia conocida de la literatura, hemos llegado a la conclusión de que lo más acertado, amén de lo más útil, es proceder de forma directamente proporcional a la lejanía. Esto es, pongamos que usted ha elegido para ubicar a su personaje una época lejana o una ciudad de un país igualmente lejano o ambas a la vez; en ese caso lo más sensato, y también lo más artístico, es salpicar nuestro texto con abundantes referencias a calles, lugares emblemáticos, costumbres, personajes coetáneos, acontecimientos históricos, etc. de la ciudad o época elegida, talmente como si usted estuviera harto de pasear por esos lugares, o como si por una jugarreta del continuo espacio-tiempo – tan en boga en la literatura fantástica desde los primeros tiempos de la revolución científico-técnica – usted hubiera viajado a dicha época y hubiera conocido los hechos de primera mano. Pero si, por el contrario, usted ha optado por ubicar a su héroe o heroína en un lugar y en una época conocidos o incluso cotidianos para usted, su proceder debe ser el inverso y reducir las alusiones relacionadas con el lugar y el tiempo histórico donde el tal habita a una serie de pinceladas cortas, aunque claras y significativas, evitando llenar su cuento de una pléyade de detalles que por habituales sean de sobras conocidos por el lector y totalmente contrarios, por su relación personal con usted, al consabido carácter universal que debe presidir toda obra literaria.

Pues bien, elegido nuestro protagonista y debidamente situado en su contexto vital, usted ya conoce todo lo necesario acerca de él y, por lo tanto, ha llegado la hora de escoger su historia, o mejor dicho, el conjunto de acontecimientos que acaecerán en la vida del mismo desde el momento en el que se inicia la narración hasta que ésta concluya. Como usted habrá podido comprobar, el ramillete de situaciones que de forma verosímil se le pueden ofrecer a estas alturas ya se ha reducido mucho, hecho que le facilitará no poco su elección. De todas formas permítanos un consejo: elija una de las primeras historias que se le vengan a la cabeza. Lo peor que le puede ocurrir a un narrador – sobre todo si, como es su caso, se trata de un narrador novel – es que se noten en demasía sus, por otra parte lógicas, pretensiones de originalidad. Recuerde que la mejor historia es siempre aquella que a usted o a cualquier persona corriente le llame la atención, o dicho más literariamente, le coja un pellizco en algún repliegue del alma y no necesariamente la más elaborada o la más estrambótica – dicho esto sin intención alguna por nuestra parte –.

Llegados hasta aquí, a usted no se le habrá escapado el hecho en apariencia paradójico de que, si bien hemos avanzado mucho, todavía no hemos empezado a escribir su cuento. Eso sí, usted dispone ya de un número nada desdeñable de notas, apuntes, localizaciones...pero escribir, lo que se dice escribir, usted no ha escrito ni una sola línea. No olvide que la paciencia no es el menor de los atributos que adornan a un buen escritor y que, a la postre, una dedicación perseverante es la mejor garantía de éxito. Sin embargo, hemos de comunicarle que las horas de trabajo oscuro ya han terminado y que, en consecuencia, ha llegado la hora de plasmar sobre el papel su ansiado cuento. Normalmente usted puede optar entre dos sistemas para hacerlo:
1.Contar la historia por su orden natural, o dicho de otra forma, tal y como usted la ha inventado, empezando por el principio y siguiendo su secuencia lógica hasta llegar a su natural culminación.
2.Haga usted su historia cachitos, es decir, divídala en trozos o fragmentos dotados de sentido y vaya después uniéndolos como si de las piezas de un puzle o rompecabezas se tratara. De esta forma el lector suele experimentar una agradable sensación de deslumbramiento cuando consigue formar la imagen al completo. No obstante, un autor avispado debe evitar que la fragmentación del texto sea tal que al lector se le haga demasiado difícil seguir el proceso de reconstrucción y abandone la lectura antes de llegar a su feliz término.

Por último, y para seguir fielmente los cánones del genero, debería usted planificar con especial cuidado el final de su cuento. En efecto, no hallará usted a ningún experto en la materia que no le confirme que todo cuento bueno, malo o regular precisa de un buen final, de una conclusión que haga honor y aún magnifique la historia que se quiere contar. En lo que se refiere a tan peliaguda cuestión, nuestro consejo es que vuelva a elegir entre dos posibilidades:
a)Escoja usted un final fuerte, sorprendente, acabado. Un final que cierre la narración como la línea de una circunferencia cierra a un círculo perfecto. Este tipo de finales suele contar con la ventaja de despertar la fascinación del lector y, de paso, su admiración por el ingenio demostrado por el escritor, en este caso usted.
b)La otra posibilidad es buscar lo que ha dado en llamarse un final abierto. Un final sin final. O lo que es lo mismo, una conclusión que no resuelva nada pero que sea capaz de sugerir distintas vías de resolución y/o explicación del nudo narrativo. La principal cualidad de optar por este tipo de finales es que apelan siempre a la complicidad del lector y a su participación activa, convirtiendo así al texto escrito en un acto de comunicación bidireccional. (Sobre esta cuestión tan traída y llevada en la literatura contemporánea hablaremos más por extenso en otra ocasión).

Y ahora, por fin, a escribir. Ahora es cuando usted, sentado frente a la hoja en blanco o ante el teclado de su ordenador o computadora – que los dos términos son correctos en castellano – debe ir desgranando punto por punto su cuento, o como diría un clásico, lo hará crecer desde el orto al ocaso, desde su alfa hasta su omega. Estamos pues, ni más ni menos que en el umbral del fascinante mundo de las palabras, verdaderas herramientas del escritor. Pero antes de darle algunos modestos consejos sobre el correcto uso de tan esclarecidas herramientas, permítasenos incluir unas pocas líneas sobre el abstruso y siempre resbaladizo tema del estilo. En una primera aproximación definiríamos estilo como la forma peculiar en la que cada escritor utiliza la constelación de términos contenidos en cualquier lengua y se sirve del arsenal de recursos literarios necesarios para llevar a buen puerto su labor narrativa. Así, amén de los temas tratados y de otros elementos que también configuran su universo literario, cada autor se diferenciará de otro precisamente por esa forma peculiar de utilizar la lengua en la que escribe y los recursos estilísticos que atesora. En ese sentido, no es necesario ponderar la importancia que tendría para usted como escritor el ir dotándose progresivamente de su propio estilo, de su voz personal dentro del panorama literario. Ahora bien, recuerde: progresivamente – conviene no olvidar que todas las palabras incluidas en estas instrucciones tienen su importancia y ninguna se ha colado de rondón o por la puerta de atrás –. Esta progresividad a la que aludimos tampoco es cuestión baladí, sobre todo si tenemos en cuenta que muchos escritores en ciernes se han malogrado, abandonando el bello ejercicio al que se sentían llamados, precisamente por una precoz y desmesurada obsesión por dar con un estilo propio, original, definitorio. Craso error. No encontrará usted a ningún escritor experimentado que no le confirme que el proceso de adquisición y desarrollo de un estilo personal es una de las tareas más arduas, a la vez que sosegadas y pacientes, de las que conforman este oficio. Por lo tanto usted, escritor novel, no debería preocuparse, al menos en sus principios, de un tema que, sin duda, excederá de sus posibilidades. Por lo pronto, es más sensato y productivo que centre usted sus esfuerzos y sus desvelos en intentar contar sus historias, componer sus cuentos, de una manera correcta y clara; lo demás, para usar la cita evangélica, se le dará por añadidura.

Pero como lo prometido es deuda, pasemos a hablar de las palabras: herramientas, sillares y argamasa del oficio literario. Son éstas seres curiosos, volubles y, nos atreveríamos a decir que, antojadizos. Del mismo modo se trata de criaturas quisquillosas y bastante desobedientes, lo cual usted podrá corroborar enseguida, en cuanto se percate de lo difícil que es hacerlas fluir regularmente cuando más se las necesita. Tenga usted en cuenta, que para alcanzar un buen gobierno sobre seres de esta naturaleza es necesario aunar la debida autoridad con grandes dosis de cariño. Hágales ver desde el primer momento quién ostenta en estas lides el mando y la potestad, pero a un tiempo mímelas, demuéstreles todo el amor y la consideración que ellas le merecen. Muéstrese firme en sus planteamientos pero condúzcalas con cuidado y guante de seda.
Otro consejo. Nuestras queridas palabras suelen estar dotadas de un cierto carácter gatuno y, como a tales felinos, les agrada sobremanera que se les acaricie, pero siempre a su ser natural, porque si por descuido o imposición se les pasa la mano a contrapelo tienden a ponerse nerviosas e incluso pueden llegar a revolverse contra su legítimo dueño. En consecuencia, no las fuerce, ya que como decía un reconocido narrador aún en activo, la primera obligación de un lenguaje literario es no molestar. Debe usted aspirar a que su prosa sea tersa y suave al tacto y al oído, pues cuanto más abrupta y arriscada se manifieste, más difícil será que las palabras se sientan a su gusto en ella y más posibilidades habrá de que se vuelvan adustas y levantiscas.
Considere, por otra parte, que nuestras queridas palabras gustan también de hacer sus propias amistades, por lo que no es muy recomendable separarlas o aislarlas de su propio entorno o ambiente natural, esto, lejos de ser un inconveniente – como usted mismo podrá constatar en cuento empiece a frecuentarlas – debe ser considerado incluso una ventaja, puesto que por esta tendencia si tiramos con cuidado de una de ellas, podremos observar como las que le son más próximas, aquellas que forman parte de su círculo más íntimo y familiar, brotan enseguida, a modo de racimo o guirnalda, dulcemente engarzadas a esta primera que usted seleccionó.

Y por la presente nada más. De la misma forma que un río tiene que llegar al mar, toda tarea debe llegar a su fin, por muy grata que ésta nos resulte. Por consiguiente, si usted ha seguido fielmente estas instrucciones y ponderado en lo que se merecen los consejos y recomendaciones que de ellas se desprenden, es muy probable que a estas alturas ya sea el satisfecho autor o autora de un cuento malo o vulgar.

Ahora bien, si en el ínterin usted ha sido capaz de instilar en su labor narrativa unas gotas de talento, si ha logrado escribir algo que le diga algo a alguien, si por ventura usted ha entrevisto ese rayo intangible, ha rozado esa quimera posible, ha traspasado ese umbral extraño que, a falta de otra palabra mejor, llamamos literatura; entonces es posible que usted haya escrito un buen cuento. En ese caso, lo mejor que puede hacer es disponerse a escribir otro y luego otro más, pero antes no olvide tirar estas instrucciones en el primer contenedor de reciclaje que encuentre.

miércoles, 10 de febrero de 2010

El miedo


Si se le pudiera comparar con algo, podríamos decir que el miedo se parece a un miriápodo. Un ser con decenas, cientos, miles de patas; y en cada una de ellas uñas largas, finas como agujas orientales, que te traspasan la piel hasta llegar al tuétano. Por eso, algunas veces, sentimos como el miedo se nos sube por las piernas con su cosquilleo punzante y así, a base de múltiples heridas diminutas, se abre paso por el vientre hasta aprisionarnos en el centro del pecho. Luego, en una nueva fase de su metamorfosis irreversible, se nos engancha a la cara hasta cubrirnos los ojos, de forma que ya sólo podemos ver las cosas que nos rodean a través de la maraña de sus infinitos apéndices.

De lo dicho podría deducirse que el miedo es un animal pequeño o, en todo caso, algo parecido a un enjambre de insectos guiados por una inteligencia superior aunque incorpórea (y eso sí que da mucho miedo). Pero no. El miedo es animal grande, enorme... pero difuso. Es decir, un ente gigantesco pero dotado de la facultad de condensarse o desvanecerse a voluntad, tanto en toda su inabarcable extensión, como (lo que resulta más pavoroso si se piensa bien) por zonas o partes. Esta podría ser la explicación de que el miedo lo mismo sea capaz de envolverte como una malla elástica hasta llevarte a las puertas de la asfixia, que de golpearte en mitad de la frente con la contundencia de un mazo; lo mismo te sepulta bajo un manto denso como de arena, que se te clava en las carnes con la fría precisión de un estilete.

Quizá sea esa cualidad polimórfica del miedo, o mejor, su maleabilidad intrínseca; la que ha propiciado la creencia de que hay muchos miedos (fobias las suelen llamar ciertos expertos en la materia), dicha creencia nos conduce a pensar que padecemos miedo a las arañas, a las cucarachas o a las ratas, miedo a la oscuridad, a los espacios cerrados o a las muchedumbres, miedo a la soledad, al dolor o al abandono. Sin embargo, quienes lo hemos sentido muchas veces o quienes lo sienten a diario saben (sabemos) identificar claramente su presencia amenazadora y distinguirla inequívocamente de cualquier otra sensación o sentimiento. Por eso y en propiedad, nadie puede afirmar que unos tengamos miedo a una cosa y otros a otra, lo único que podemos decir con conocimiento de causa, y a pesar del escándalo que pueda causar, es que todos en algún momento (tal vez ahora) tenemos miedo, con independencia de cual sea el desencadenante fortuito de su espiral vertiginosa. Por otra parte, este carácter universal del miedo, pese a sus diferentes manifestaciones, no debería resultar tan descabellado en un mundo donde millones de personas siguen creyendo, al menos de forma nominal, en la existencia de un dios uno y trino.

Lo que sí parece confirmarse, basándonos en las pocas veces en las que nos atrevemos a hablar de ello, es que cada uno experimenta el miedo de una forma personal. Así lo más común es que nos refiramos habitualmente a nuestros miedos, esos que ocultamos avergonzados las más de las veces y contra los que pretendemos luchar (superar decimos) hasta que comprendemos que esa lucha es ficticia, vana; porque siempre van a estar ahí y sólo los años, la experiencia y la sabiduría que decimos atesorar nos convencen de que lo único factible es acostumbrarnos a vivir con ellos (o con él), aprender a temerle de una forma en la que nos haga el menor daño posible y así, por lo que nos es dado conocer, hasta que nos lleve la muerte (otra que también da mucho miedo).

lunes, 25 de enero de 2010

Los automatismos de Cipriano


En muchas ocasiones y mirado desde fuera, Cipriano se asemeja a una máquina. No una de esas complejas estructuras tecnológicas que hoy día asombran (si es que hoy día subsiste algo parecido a la capacidad de asombro) por la endiablada velocidad con la que pueden resolver cualquier operación por enrevesada que parezca. No, lo suyo se asemeja más a una máquina clásica, de esas de movimiento continuo, compuestas por émbolos, engranajes y bielas de negro metal embadurnado en grasa y que se obstinan en realizar su tarea sin tregua ni alteración pero con estruendo (en fin, lo que cualquiera se imagina cuando piensa en una máquina). De la misma forma Cipriano.

Para cualquier observador externo, su trajín cotidiano no difiere mucho del funcionamiento del artilugio descrito e imaginado con anterioridad. Las mismas acciones, las mismas tareas, llevadas a su término con los mismos gestos, en el mismo orden y a la misma hora. Si Cipriano se levanta a las 7:00 horas, el despertador sonará a las 6:55 y a las 7:05, como muy tarde, ya estará en el cuarto de baño donde todos los rituales siguen un orden preciso y tienen un duración estimada. Luego, no más tarde de las 7:30, tras vestirse y arreglar la cama, nuestro héroe prepara y da buena cuenta del mismo desayuno de todos los días que concluye con un cigarrillo compartido con los últimos sorbos de té con leche (poca leche, la justa para que el líquido cambie de color y pierda su transparencia). A continuación, recuento y embalaje en maletín de efectos personales y documentos, últimos retoques de cuidado personal y a las 7:55 ya ha cerrado con llave la puerta del piso y se encamina en busca de su coche para que, siguiendo el itinerario habitual, le lleve al trabajo al cual llegará con un margen temporal que puede oscilar entre los veinte y los diez minutos de adelanto sobre la hora establecida (la inexactitud proviene de los imponderables del tráfico rodado y de la búsqueda de aparcamiento, cuestiones ambas que Cipriano no ha podido aún soslayar). Y así con todo.

Pero como de sobras es sabido que la observación externa no resulta suficiente para hacerse un juicio adecuado de las cosas y mucho menos del comportamiento de las personas, sería necesario complementar ésta, la observación externa, con otra de índole interno, mucho más complicada por cuanto también es del general conocimiento lo abstrusa e imprecisa que resulta la investigación de las motivaciones que impulsan la conducta humana. Así que tendremos que contentarnos con las explicaciones del propio Cipriano.

Según su versión este automatismo no se produce de forma inconsciente, ni mucho menos obedece a ninguna clase de rasgo neurótico, vamos que Cipriano no tiene nada que ver con el personaje de Jack Nicholson en Mejor... imposible. Su comportamiento, siempre según el, es más bien el fruto de una decisión consciente y motivada por dos razones fundamentales:

1.A Cipriano le gusta disfrutar de su tiempo (en otro lugar ya se ha hecho referencia a sus variopintas vocaciones). Cuestión esta que entra en flagrante contradicción con la multitud de tareas que sus obligaciones laborales y domésticas le procuran. Por tanto, la única salida razonable pasa por compactar estas últimas, lo que sólo es factible mediante una organización y sistematización racionales.

2.La otra razón tiene su base en la conjunción entre la propia experiencia y ciertos conocimientos sobre espiritualidad oriental que Cipriano descubrió hace tiempo gracias a sus prolijas y abigarradas lecturas (esta otra faceta será tratada de forma pertinente en su momento). La cosa viene a cuento porque, al parecer, la repetición monótona de los mantras tibetanos o el rezo cadencioso y reiterado de fórmulas fijas (cuya traslación más directa a nuestra cultura occidental es la práctica católica del rosario), tienen la virtud añadida de liberar al espíritu y, por consiguiente, al pensamiento. Pues bien, aplicando esto al tema que nos ocupa, resulta que Cipriano ha podido comprobar en sí mismo que realizando las operaciones de la vida diaria mecánica, repetitiva y ordenadamente se llega a alcanzar un estadio en el que éstas se pueden abordar casi sin pensar, lo que, obviamente, concede al individuo una gran libertad para poder reflexionar sobre temas de mayor enjundia.

Con todo, y a pesar de unas justificaciones tan elaboradas y juiciosas, Cipriano no ha podido evitar que los dos comentarios más populares entre las personas que lo conocen (y sin duda lo quieren) sigan siendo:
“Hay que ver lo cuadriculado que eres” o
“Hijo, siempre estás en babia”.

Y así van las cosas.

viernes, 22 de enero de 2010

El hombre sin rostro


M es concejal. Su nombre no importa. Como tampoco es relevante qué fuera antes o qué sea después del cargo, ni el nombre del pueblo o ciudad en el que lo desempeña. En realidad lo único importante, lo que de verdad cuenta, es lo que ahora es, y en eso no hay duda: M ejerce, actúa, se comporta y se siente concejal. Y lo que es más importante, para los otros, incluso para los que lo conocen desde hace tiempo, su vida anterior también se ha desdibujado en el oropel de la dignidad política hasta el punto de no poderse concebir la una sin la otra.

M es un político de firmes convicciones, un hombre con una labor que realizar: dura, sacrificada, ingrata (cualquiera que lo haya escuchado podría ratificarlo), tanto que algunas veces le resulta tan pesada que está a punto de abandonar, porque en el fondo para él no hay modelo de vida más apetecible que la del hombre sencillo, trabajador y amante de los suyos, un hombre que ve caer las tardes sentado al amor del fuego con un libro en el regazo, que ve crecer a sus hijos y comparte con ellos y con su esposa su ocios domésticos y sus aficiones de ser humano corriente. Esa es la vida que a M le gustaría llevar. Pero claro, en su caso es imposible, porque para quien tiene la voluntad de servicio como motor de sus actos, para quien pone sus mayores desvelos en el bienestar de sus conciudadanos, esos placeres simples, esa vida hogareña, le están vedados. Para él el trabajo no termina nunca, las preocupaciones son su alimento cotidiano y sus ideales lo llevan siempre a realizar esfuerzos, si no inhumanos, sí mucho más allá de lo que para cualquiera sería razonable.

Por eso M sufre. Pero no, como podría pensarse a simple vista, por los ataques de sus rivales políticos, de aquellos dispuestos a utilizar cualquier artimaña para tomar al asalto el puesto que tan duramente ha conquistado. Sufre de incomprensión, de maledicencia, de la incomprensión y la maledicencia de aquellos que más se benefician de su buen hacer y su capacidad de gestión, de aquellos que propagan la injuriosa versión de que su dios es el poder y su obsesión el lujo y el dinero. Y sufre de ingratitud y de envidia, porque, como es sabido, nadie es profeta en su tierra y a la gente parece dolerle que su vecino prospere. Si su patrimonio ha crecido desde que está en el cargo ¿acaso no es fruto de su trabajo?, que recibe regalos y agasajos ¿no ha sido en agradecimiento por sus buenas gestiones?, y si ha habido comisiones o sobres o maletines ¿quién ha corrido los riesgos, para quién han sido los sinsabores y las presiones?, y sobre todo ¿acaso otro en su lugar no hubiera hecho lo mismo? ¡Malditos hipócritas!, ellos sí que llevan en el fondo de sus mezquinos corazones el germen de la corrupción y si no, ya se sabe, el que esté libre de pecado...

Pero la característica más definitoria de M es que no tiene rostro. Al menos no rostro humano. Al mirarlo con detenimiento uno no puede evitar que un estremecimiento gélido le recorra la columna vertebral, porque allí dónde debería encontrar los rasgos propios de cualquier hombre (imperfectos pero cercanos en su imperfección, vulgares pero con la ternura de lo que nos es propio) sólo hay una máscara. Fina, costosa, conseguida, es verdad, pero máscara al fin. Una de esas prótesis de alta tecnología que parecen reales pero que sólo sirven para ocultar las facciones deformes de quien ha sufrido un terrible accidente o de quien envejece de avaricia o de quien se consume en la depravación y la vileza. La suya, la de M, es una máscara de sempiterna sonrisa, que adula con los ojos, que intenta expresar a un tiempo bondad y comprensión, seguridad y cordialidad, cercanía y prestancia; pero que, como todo lo artificial, no puede evitar la rigidez y la impostura, el doblez y la falsedad. Sin embargo, lo que hace diferente a la máscara de M de cualquier otra es que no tiene un origen externo a él ni, por lo tanto, le ha sido injertada por las hábiles manos de ningún eminente cirujano. Por el contrario, la máscara de M tiene su origen en su interior, su sustancia se ha conformado por la acción conjunta de diversos y extraños fluidos que se han ido abriendo camino a través de los poros de su piel con cada transacción, con cada engaño, con cada traición, para terminar formando esa costra delgada y pulida que ocupa ahora el lugar donde alguna vez estuvo su rostro.

De lo que no tenemos conocimiento alguno, lo que constituye el celoso secreto que sólo él podría desvelar es qué ve M cuando se levanta en medio de la noche y a la luz de un lujoso cuarto de baño se mira al espejo y se quita la máscara.

domingo, 17 de enero de 2010

Narremos


“El narrador quiere saber y por eso narra”.
Belén Gopegui. La conquista del aire.

Si hemos de ser narradores entonces... narremos. Narremos las historias que subyacen o se filtran en la Historia (con mayúsculas de oficial), contemos nuestros particulares descensos a las sentinas de nuestras vidas vulgares o de las vulgares vidas de los demás. Asumamos que el más pobre de los mortales en su estado de alienación más extremo es capaz de crear, que quizás ya a bordo del vagón que nos encarrila hacia las regiones del sueño todo hombre y toda mujer han parido alguna vez un verso, un minúsculo cuento o una sola frase que les es propia.

Narremos usando y abusando de nuestra libertad. De nuestra capacidad de decir y de contar lo que nos venga en gana, pero también de la libertad orwelliana que consiste en “el derecho de decir a los demás lo que no quieren oír”. La libertad que nos garantiza que lo que contemos podrá ser bueno o malo, compartido o no, podrá correr veloz al encuentro de quien lo lea o arrastrarse apoyándose en las muletas de nuestra impericia. Pero que en cualquier caso será completamente, irrevocablemente nuestro.

Narremos con sinceridad, sin subterfugios, con la lealtad que nos debemos a nosotros mismos. Para que, al menos en el terreno de la ficción, podamos caminar sin tendernos trampas, sin esa suerte de venda traslúcida que nos solemos colocar para andar por la vida, conscientes de que es preferible la tibieza agridulce del engaño a la contemplación descarnada de los horrores que nos rodean. No sea así entre nosotros, hagamos el esfuerzo de querer mirar, corramos el riesgo de convertirnos en estatuas de sal ante la visión de un mundo con dios pero sin hombres, repleto pero vacío. Y contemos cuanto veamos, sabedores de que nuestra mirada será única, esperanzados en que nuestra voz (débil, sesgada, inconexa si se quiere) pueda contribuir a que otras vendas caigan, a que otros ojos miren.

Narremos para saber. Porque hemos sido abandonados en territorio hostil sin brújula ni manual de instrucciones, extraños en un proyecto frustrado de paraíso. Necesitamos buscar las salidas, trazar caminos, componer lo descompuesto. Necesitamos saber. Y por eso narramos insatisfechos, a la espera, investigando nuestros deseos y nuestras acciones (y los deseos y las acciones de otros), ansiosos de ver si en ese constante entrecruzarse de historias somos capaces de hallar tierra firme, el reducido pero imprescindible espacio en el que hacer pie para catapultarnos hacia otra cosa que no sabemos lo que es pero que sí sabemos lo que no queremos que sea.

Narremos por necesidad, narremos para vivir, narremos para poder gritar, narremos como nuestra forma particular de luchar o de sufrir.

Entonces...

Érase una vez,

miércoles, 13 de enero de 2010

Las vocaciones de Cipriano



“...porque la de creerse dotado de una grandeza latente es una forma cómoda de vivir.”
Italo Svevo. La conciencia de Zeno.

Cipriano se queda de piedra al leerlo. Esta sentado plácidamente en su sillón de lectura con la manta sobre las piernas, las zapatillas de paño en los pies y el ánimo tranquilo; y allí mismo, casi al principio, en la página 20, Svevo le tira a la cara en sólo media frase una de las verdades más vergonzosas de su vida. Así que Cipriano no tiene más remedio que volver sobre sus pasos y releerla una, dos, hasta seis veces. Y la conclusión siempre es la misma: cada una de las palabras parece estarle dirigida, como si el autor de forma subrepticia las hubiera insertado en el texto con la única intención de que él, casi cien años después, las descubriera, las reconociera y se las aplicara.

Que todos los seres humanos tienen que establecer pactos con la vida es una verdad universal para Cipriano, que tengan consciencia de ello ya es harina de otro costal. Pero en su caso ya no se trata de un problema de pactos, y mucho menos de ser consciente, que ser consciente, lo que se dice consciente, no hay duda de que Cipriano lo es. En su caso se trata más bien de claudicación. Esa es la verdad y esa es la vergüenza. Porque una cosa es pactar con la vida y otra claudicar ante ella. Lo otro, lo de la grandeza latente y la cómoda vida no son más que las consecuencias de la rendición primigenia.

Pero pongamos las cosas por su orden natural. Unas de las peculiaridades de Cipriano es la de sentirse llamado a hacer cosas grandes, cuestión que da por supuesta la capacidad de distinguir la grandeza o la pequeñez de las cosas mismas (de ahí lo de la consciencia), sin embargo, esta favorable predisposición siempre se ha visto aquejada de dos grandes rémoras o dificultades tan arraigadas en su forma de ser como la predisposición misma. La primera de las rémoras radica en el hecho de que Cipriano no se siente llamado a realizar una sola cosa grande, ni siquiera a un solo tipo de ellas. Así, desde que tiene recuerdo, ilusiones juveniles aparte, se ha sentido “tocado” por las más diversas musas: desde la excelsa guardiana de la sabiduría filosófica a la más recatada y doméstica de la ética, desde la lujuriosa musa de la literatura y la creación a la más áspera y procaz de la política. Total, que durante épocas consecutivas su vida ha ido discurriendo por diversos caminos que incluyen desde el del erudito paciente y concienzudo hasta desembocar en las tribulaciones del escritor en ciernes, sin menospreciar su vena política, tanto en sus aspectos teóricos como en su vertiente más ruda de militante activo. Incluso en algún momento llegó a verse convertido en un experto, aunque tardío, ajedrecista; eso sí, y no pregunten por qué, fumador de pipa. Si tenemos en cuenta que todas estas inclinaciones se han ido sucediendo sin menoscabo de sus responsabilidades laborales o sus obligaciones domésticas, la cosa no deja de tener su mérito. Lo que sucede es que, como es bien sabido, “el que mucho abarca poco aprieta” y de tanto deambular de aquí para allá o de cosa grande en cosa grande, Cipriano no ha podido profundizar suficientemente en ninguna de ellas ni ha podido salir adelante con ninguno de sus empeños, así aprendiz de todo y maestro de nada siempre le queda el regusto amargo de quien inexorablemente deserta a mitad de camino.

El segundo impedimento tiene más que ver con la cuestión de la voluntad, o más bien con la falta de ella. Ya no es sólo un problema de indecisión, sino de desaliento. Nada más adentrarse en el entramado de cualquiera de sus vocaciones y por muy firmes que sean sus principios y propósitos, cada pequeña dificultad, cada insignificante contratiempo que se cruza en su andadura constituye un doloroso jalón que va minando su férrea voluntad de triunfo. A partir de ahí los caminos se bifurcan y los procesos pueden ser de muy variada especie, pero casi siempre acaban concluyendo en dos posibles soluciones: o bien se ha elegido un camino equivocado y es mejor volver a otra de las sendas de desarrollo personal ya exploradas con anterioridad, o bien es llegado el momento de tomarse un largo descanso para retomar la travesía con fuerzas renovadas.

La resultante de esta combinación de fuerzas es que Cipriano, si bien de vez en cuando se obstina en recuperar alguna de sus líneas de trabajo, ha acabado por hacerse a la idea de que su grandeza existe pero en estado latente y que, por ser esta su naturaleza, es muy posible que esté destinada a no materializarse en resultado práctico u obra alguna. Esta conclusión, indudablemente consoladora, tiene además la ventaja de permitirle desenvolverse por el mundo con la cabeza alta y la mirada al frente, consciente de su valía y permitiéndole contemplar al vulgo en perspectiva, con una mezcla de superioridad y resentimiento por su evidente incapacidad (la del vulgo lógicamente) para reconocer y valorar sus innegables virtudes, manifiestas o no. Esta actitud, llevada más o menos en secreto, deja un sabor agridulce en las papilas gustativas de cualquiera pero hay que reconocer que es una forma cómoda de vivir.

Eso explicaría la estupefacción de Cipriano al saberse “descubierto” por un escritor muerto mucho antes de que él naciera, ese sería el motivo por el que ha releído la frase tantas veces intentando entenderla dentro y fuera de contexto, dejando que la sorpresa diera paso a la indignación. Porque, al fin y al cabo, quién es ese tal Svevo para ir aireando las vergüenzas de nadie...

- Qué pena – murmura Cipriano mientras se dirige a la cocina para servirse el vaso de whisky de antes de acostarse.